sábado, 18 de febrero de 2012

La herida


Los peruanos del siglo XXI seguimos teniendo si no abierta, bastante fresca la herida del racismo. Si alguien nos “cholea” respondemos inmediatamente, quizá no ofreciendo una primera respuesta que se tenga por bien pensada y alturada sino más bien con algún insulto o con otra forma de estigmatización. Valgan verdades, es altamente probable que respondamos así, guiados por otro prejuicio.

Por ejemplo, si alguien nos tilda de “cholos” pueda que respondamos “pero tú eres misio” o “calla, cabro de mierda” o “puta” o “solterona que te falta marido”, etc. En el fragor de la vida cotidiana, en medio de la confusión de las horas, de las personas y del caos de la ciudad, cuando solamente deseamos llegar temprano al trabajo, a la universidad, o llegar temprano a casa después de un día agobiante, si nos topamos con una situación de este tipo pienso poco probable que, por más buenos argumentos que tengamos para responder, vayamos a dar una clase de civismo y buenas prácticas por preferir no caer en el insulto facilista, encendido y poco inteligente.

Esta semana acaparó primeras planas el penoso suceso protagonizado por el hijo de la actriz peruana Celine Aguirre, famosa por ser hermana de la también actriz Marisol Aguirre -a su vez famosa por ser ex mujer del actor de talla internacional Christian Meier. Puntualmente, el hijo de Celine Aguirre (de 13 años de edad) habría concurrido a un cine de la capital en compañía de algunos amigos. En la sala de proyección habría comenzado a interrumpir la tranquilidad del ambiente con bromas, risas y comentarios subidos de tono acompañado de sus amigos y en tanto comenzaba la película. Allí, una pareja común y corriente, deseando apreciar debidamente la función, le habría llamado la atención. No contento con la llamada de atención, el hijo de Celine Aguirre habría optado por “cholear” a la pareja (que seguramente no se caracterizaba por tener cabellos castaños, ojos pardos y tez nívea). Frente a esta palmaria manifestación de racismo la pareja habría respondido no sólo de manera verbal sino también de manera física contra el menor, propinándole algunos manotazos.

Ante lo ocurrido, la madre del menor hizo público el caso de maltrato “abusivo” a un menor de edad en un recinto público. Con lo que no contaba es que todo esto habría adquirido un efecto contrario a sus intereses al centrarse en el ojo de la tormenta la manifestación racista de su hijo en contra de la pareja. Así, la actitud de jovencito habría sido repudiada categóricamente no solamente en medios de comunicación (sobre todo la prensa escrita) sino en redes sociales como Facebook o Twitter donde prácticamente habríamos asistido al linchamiento de este mozalbete y visto con horror que se respaldaba la agresión física como “justificable” ante otra forma de agresión de tipo cultural, digámoslo así.

No niego que es de mal gusto ser “choleado” y más allá de eso, ninguneado. El recurrir al “choleo” es un recurso poco inteligente, inelegante, que ya no va de acuerdo con los tiempos de apertura intelectual y humanística que vivimos. No es un recurso legítimo para querer remarcar distancias sociales, económicas y culturales (y es que en verdad no existe uno enunciado como tal porque no lo dictan las buenas prácticas del civismo al no considerar pertinente ni justo querer hacer menos a una persona por el simple hecho de no contar con un determinado número de herramientas personales y materiales que le posibiliten o garanticen el tan fetichizado ascenso social.

Sin embargo, y en medio de la vorágine que se ha suscitado, creo que casi nadie se ha detenido a pensar que el “agresor cultural”, el hijo de Celine Aguirre, es un menor de edad. Su condición de menor de edad explicaría su respuesta torpe, su carencia de valores y amplitud intelectual, su falta de experiencia de vida. Pero todo esto definitivamente no lo justifica, aunque parezca que lo blinda. Podríamos creer que como menor de edad tiene una suerte de patente de corso que ante cualquier falta podrá convertirlo en inimputable simplemente por el hecho de no haber alcanzo aún la mayoría de edad.

El muchacho definitivamente se encuentra en proceso de crecimiento, de aprendizaje, de maduración. Esto ha tenido que ser tomado en cuenta por la pareja agraviada antes de ofrecer siquiera la más mínima respuesta física ante la ofensa recibida. Tal respuesta es en todo caso desproporcionada a la agresión verbal del hijo de Celine Aguirre e igualmente no se justifica.

Pero esto no ha sido debidamente considerado por la opinión pública que, en las redes sociales, se ha sumado al suceso y ha querido asumir el rol que por antonomasia le compete: opinar desde la colectividad anónima. Si a un peruano se le “cholea” tengamos por seguro que muchos otros peruanos -salvando sus diferencias de credo, ideología política o preferencia futbolística- se unirán para respaldarlo y dar la defensiva (u ofensiva para tal caso). Es en episodios como éste que comprobamos una cierta cohesión social y unidad del pueblo peruano, que a mi parecer es falaz -como se apreció con el caso Iván Thays. Se toca una herida que hasta el día de hoy parece no cicatrizar, comprobándose con ello que en las manifestaciones de racismo o de discriminación por el mismo tenemos nuestro más expuesto talón de Aquiles. Y es que no pasa lo mismo si acudimos a un evento por discriminación de género, o peor aún, cuando sabemos de un nuevo crimen de odio cometido contra gays, lesbianas, bisexuales, transexuales o transgéneros.

Lamentablemente, aún perdura en nuestro amado Perú la insana e intonsa práctica de “cholear” como marca de clase que pretende establecer falsas superioridades e inferioridades entre los peruanos. Se actualiza así la necesidad de seguir trabajando por la reconciliación nacional como tema que no debe dejar de estar presente en la agenda de políticas sociales y sobre todo culturales del país.


lunes, 13 de febrero de 2012

¡Hola soledad!


¡Hola Soledad!
No me extraña tu presencia...
Casi siempre estás conmigo,
te saluda un viejo amigo...
Este encuentro es uno más...


Nuevamente me veo escribiendo sobre un tema que es recurrente en mi vida. Seguramente en la de otras personas también. He conocido la soledad y su contraparte, la compañía. Ambas han estado presentes en distintos momentos de mi vida y como pasajes de la misma, fundamentales para explicar mis estados de ánimo, es que las valoro.

Saludo a la soledad como aquel estadío propicio que invita a la reflexión, a pensar justamente en todo aquello que hice en compañía. Así, repaso nombres, lugares, eventos y procuro armar un cuerpo de conclusiones sobre todas aquellas cosas que debo volver a hacer y no, pero con otro toque y estilo.

Confieso que antes la soledad me provocaba angustia y tristeza. Hoy, tras haber leído y hablado tanto de este tema, de haber superado la separatidad frommiana puedo decir que la soledad es una compañera. En mi esfuerzo por ser objetivo debiera evitar calificativos tendenciosos que la identifiquen o asocien con un estado emocional opaco o asonante. Claro que tampoco vienen a la mente ideas "positivas" y decir que la soledad es policromática y melodiosa. Eso difícilmente lo podríamos creer.

Rodeado de mi soledad he aprendido a deleitarme todavía más con mi voz, a reforzar mi complicidad con mis ironías más aceradas, con mis sentencias implacables de la gente y sus actitudes y saber que nadie puede darme la contra. Entonces, después de todo estar solo posibilita el nacimiento de una dictadura personal, privada e íntima, la más férrea de todas en la que impera la propia voluntad que no encuentra réplica que la rebata.

La soledad no solamente es un periodo de reflexión sino también de preparación para enfrentar nuevas experiencias con otras personas y en otros espacios. Si no apreciamos este enfoque de la soledad nos perdemos la ocasión de hacer un necesario feedback que sume recursos y descarte situaciones confusas, poco claras y que de no ser tomadas en cuenta nos encaminarían a repetir "errores". Aquí, pues, radica parte del proceso de crecer y de madurar.

Como no siempre se está con alguien no siempre se está solo. En todo caso podemos decir que se han sobrevalorado las virtudes y defectos de la compañía y de la soledad, respectivamente. A veces puede no ser tan bueno estar con las personas (menos si no son las "indicadas") como a veces puede no ser tan malo quedarse solo y tener oportunidades como ésta para depositar en un papel tantos pensamientos que miran a la soledad procurando descubrir su deslúcido velo.

No le podremos escribir una oda a nuestra soledad, ella tan poco esplendorosa y deseada, pero sí podemos saludarla con un hola. Y en el caso de que la soledad fuese ausencia de color y de sonido entonces démonos la oportunidad de conocer qué significa no ver nada ni oír nada.