sábado, 15 de agosto de 2009

Economía de la palabra



¡Cuán fundamentales son las palabras en nuestra vida diaria para poder expresar nuestras emociones, sentimientos, sensaciones, experiencias más diversas, dar testimonio de las cosas y las personas, informar, declarar, cuestionar, afimar y negar, dudar también, entre un sin múnero de infinitas funciones más que con las mismas podemos hacer, como crear situaciones específicas, recrearlas o hasta poner en cuestionamiento su verosimilitud gracias al poder realizador del lenguaje, que entre otras cosas, es pues, palabras!

En el sentido arriba expuesto, la palabra tiene un poder ostensible que le hace una de las principales protagonistas de la interacción social de las personas, al hablarse de ella con mayor propiedad como lenguaje y sumando un conjunto de todas éstas -mediando también códigos gramaticales- como uno de los más caprichosos adminículos que puedan contenerse en el vasto ajuar de símbolos que los humanos hemos creado para comunicarnos. Pero no es mi intención centrarme ahora en hablar del lenguaje, sino de la palabra y de su posibilidad.

¿Cuántas veces nos ha pasado que queremos dar cuenta de algo y por más palabras que empleemos no conseguimos más que pintar un triste lienzo de algo experimentado, de algo visto, por ejemplo? El pensador francés Michel Foucault, al hablar de Las Meninas en un pequeño capítulo de su libro Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, nos dice:

Por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice. Y por bien que se quiera hacer ver por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista sino el que definen las sucesiones de la sintáxis.
¡Sabia precisión! Podríamos traer a colación esa frase que dice que una imagen vale más que mil palabras, y sí, pues, la palabra, muchas de las veces no puede encapsular la total extensión de las cosas. Pecando de esencialistas, no puede capturar la esencia de las mismas, porque tanta vastedad no puede encerrarse en un concepto. Las cosas tienen un sinfín de propiedades que difícilmente las palabras que se manejan en el lenguaje cotidiano de la vida diaria pueden enlistar.

Y entonces qué hacemos cuando las palabras nos quedan cortas. Bueno, ilustramos lo que se intenta decir. Para muestra un botón: leamos el poema El beso, del poeta peruano Federico Barreto (1862-1929), del cual supiera por primera vez por mi tío Alejandro, al que ya no veo desde hace tiempo por diversos problemas personales que ahora no voy a contar. El poema dice así:

Con candoroso embeleso
y rebozando alegría,
me pides morena mía
que te diga...¿Qué es un beso?

Un beso es el eco suave
de un canto, que más que canto
es un himno sacrosanto
que imitar no puede el ave.

Un beso es el dulce idioma
con que hablan dos corazones,
que mezclan sus impresiones
como las flores su aroma.

Un beso es...no seas loca...
¿Por qué me preguntas eso?
¡Junta tu boca a mi boca
y sabrás lo que es un beso!


Este cuasi soneto ilustra bien los límites de la palabra: pensemos que quién nos pregunta qué es un beso es un extraterrestre, sí, pensémoslo aunque suene disparatada la idea. Rápidamente caemos en la cuenta que por más que le digamos que un beso es como el eco suave de un canto, etc., etc., no nos va a entender sino hasta que él mismo vaya a la práctica y dé un beso, o más rápido, si antes que lo haga preferimos adelantarnos y darle un beso súbito para que lo más pronto salga de su incertidumbre. ¡Junta tu boca a mi boca y sabrás lo que es un beso!

Y así como un beso puede ilustrar mil veces de mejor forma lo que éste es en vez de usar palabras, y como manifestación de amor o de pasión, así también el llanto puede ejemplificar de modo acabado lo que es el dolor, y el silencio la tristeza, la pena y la decepción. El silencio...

El silencio, en determinadas oportunidades, se vuelve un manantial de elocuencia, ello de acuerdo a como sea articulado por quien lo vive. Es curioso, entonces, que ese silencio, la ausencia de la palabra, pueda llegar en algunas ocasiones a superar el poder comunicativo de aquélla. A ese silencio, Andrea Bocelli le canta magníficamente en su cd Andrea (2004) a través de la canción Le parole che non ti ho detto (Las palabras que no te he dicho):

Has escuchado acaso
las palabras que no te he dicho.
Sabes, el silencio
a veces consigue un mayor efecto.
Así, cierra los ojos para oír mis temores...
... Las palabras que dirás
el silencio cubrirá...
Has escuchado acaso
las palabras que no te he dicho.


Este extracto de la canción, una de las más emotivas del mencionado álbum, y cantada por Bocelli, nos hace vivir la experiencia etérea de la elocuencia del silencio, en ocasiones canal irreemplazable por el que consiguen transitar mejor los más variados sentimientos, como aquéllos de temor que narra la canción, y que milagrosamente consiguen expresarse a través de palabras jamás dichas.

Sin embargo, no siempre podemos dejarlo todo a la elocuencia del silencio. A menudo somos interpelados al respecto y constreñidos a verbalizar de uno u otro modo, de acuerdo a nuestros recursos personales, lo que sentimos, sea porque se nos pida exprésamente hacerlo (la orden de un padre, de un jefe, etc.) como también, y dentro de un contexto igualmente imperioso pero de características totalmente diferentes, cuando la persona a la que se ama aguarda de nosotros un te quiero, un te amo, un estoy contigo... De no hacerlo en el momento y hora precisos corremos el riesgo de perder más que una salida de fin de semana o un ascenso en el trabajo. Corremos el riesgo de perder al ser amado, una pérdida que puede ser mayor de lo que imaginamos.

En todo caso, siempre seremos nosotros lo mejores administradores de la economía de nuestras palabras, y sabremos, en el instante justo, qué decir, qué no decir, qué callar, qué no callar, o sencillamente qué dejar a leer a la intuición del otro. Aquí mediará siempre un puente de enlace comunicativo que podrá ser variado, y que quiero pensar ahora que dicho papel puede ser jugado por espacios a veces tan fríos de confluencia de la interacción social como la ley y el mercado, hasta llegar a un extremo más idealizado y considerar el que juegan, en días tristes y con sol, sentimientos como el amor.