sábado, 26 de septiembre de 2009

Paul, mi hermano


Ayer, 25 de setiembre, Paul, mi único y menor hermano cumplió un año más de vida, y hoy quisiera escribir algunas líneas que me hagan recordar todo el tiempo que hasta hoy nos venimos acompañando y que, obviamente, dicha compañía espero se prolongue por aún muchos años más.

Semanas atrás recordaba junto a mi madre a aquel niño blanquiñoso y de ojos verdes que de pequeño había hecho del llanto espontáneo y fingido uno de sus deportes favoritos. Bueno, en realidad a veces tal llanto no era tan simulado, podía ocasionarlo yo y en no pocas ocasiones, pero de que conseguía impresionar a mi madre hasta el punto de llegar a regañarme, de eso sí no hay duda. Paul, además, cuando niño también solía golpearse con cierta frecuencia, o tener caídas aparatosas que asustaban ostensiblemente a mi madre y a mi tía, las que en el acto no vacilaban en llevarlo inmediatamente al hospital a hacerlo ver. Y es que Paul era un maestro en hacerse daño sin quererlo. Así, recuerdo la ocasión en que saltando en la cama fue a darse de frente con el filo de la ventana, o la vez en que ambos jugabamos en la azotea de la casa con nuestros carritos de juguete y él decidió pasar unos de estos sobre la luna del tragaluz. Se había apoyado tanto sobre la misma que aquélla terminó por romperse, cayendo Paul aparatosamente al fondo del mismo y alarmando a toda la casa nuevamente. Y ni qué decir de cuando ya más grandecito, y por motivo de uno de sus cumpleaños -no recuerdo ahora cuál- pidió que le regalaran unos patines. Mi mamá se los compró, y no tardó en salir a jugar con los mismos y con sus amigos, hasta ir a la urbanización que queda detrás de la nuestra y probar bajar una pendiente semipronunciada empleando su juguete nuevo. Claro, él, todavía patinador inexperto, bajo la pendiente en patines pero no llegó al final de la misma incólume sino bastante lastimado por las varias heridas que le había causado su nueva caída. Hasta hoy sigo pensando que ha sido un milagro que después de haber tenido tantas no haya quedado idiota.

Paul, a diferencia mía, nunca se cuidó tanto de ensuciarse la ropa o de salir levemente herido a la hora de jugar. A él no le interesaba si el polo o el short se le manchaban, o si jugando fútbol se lastimaba. Él simplemente disfrutaba el momento con los amigos. Mucho menos daba importancia al hecho de despeinarse o de transpirar. Esas premuras nunca fueron con él, por lo menos hasta que se hizo un joven más centrado y prudente.

Ah!, también recuerdo que de niño Paul no era muy aplicado a los estudios, y a diferencia mía descuidaba un poco el cumplimiento de sus tareas y demás obligaciones. Mi madre siempre tenía que estar seguiéndolo muy de cerca a fin de que cumpliera, y a mí me dejaba proceder con un poco más de autonomía viendo en mí un mayor grado de responsabilidad. Paul, además, era de los niños que cuando regresaba del colegio, no ordenaba el uniforme, y si rara vez lo hacía, no lo hacía bien, a diferencia mía que dejaba el mío casi planchado nuevamente. A él mi madre le ordenaba el suyo y le ponía de ejemplo mi caso.

Pero Paul poco a poco empezó a tomar conciencia de que debía aplicarse a los estudios de similar manera a como yo lo hacía. En cierta ocasión mi tía Ely le regaló unas pantuflas pero le pidió que se esmerara un poco más y que no permitiera que el tiempo fuese haciendo incorregible una actitud suya de negligencia hacia uno de los aspectos más fundamentales que hay en la vida: la propia formación. Paul comprendió, y seguramente después habría lamentado el que una día, cuando de visita en casa otros tíos -que solían dejar generosísimas propinas cada rara vez que nos veían- mostró casi con orgullo un 07 que había obtenido en un examen, en tanto que yo, orondo, mostraba una muchísimo mejor nota. El gesto siempre espontáneo de mi hermano arrancó más de una sonrisa en los presentes. ¡Paul era así, es así! No tenía reparo en mostrar que, sí, pues, en aquella ocasión no había rendido lo suficiente, pero sabía que el potencial lo tenía, y que era cuestión de tiempo para que llegara a demostrar de cuánto era capaz. Y así lo iría haciendo con el trancurrir del tiempo.

Ya en los años de la escuela secundaria, Paul llegó a alcanzar los primeros puestos del cuadro de mérito como yo lo hiciera algunos años antes. Llegó a destacar bastante y a ser bien considerado por los profesores. Claro, esto indefectiblemente no habría pasado si mi madre no hubiese estado a su lado, y al lado mío también. Omar, como le conocían en el colegio (su primer nombre), era ese chico alto y, ya para esos últimos años de colegio, de anteojos, que sobresalía en las principales materias, excepto en las matemáticas, y en eso sí coincidimos plenamente ambos pues era evidente que no teníamos ni tendremos jamás mayor talento para esa rama del saber en la que otros compañeros nuestros sí brillaban, resolviendo ecuaciones, logaritmos y polinomios que ni él ni yo éramos capaces de hacer, ni siquiera con ayuda de profesor particular. Sin embargo, hemos debido habernos dado buena maña para salvar esos obstáculos molestos.

Pero Paul tuvo una recaída en los años sucesivos. Ya cuando hacía la preparación preuniversitaria en la academia Trilce, los amigos y la enamorada le consiguieron distraer del que en ese tiempo debía ser su objetivo único: aprender para pasar el examen de admisión de la San Marcos. Lamentablemente las cosas no ocurrieron como mejor se esperaba y aquella vez no ingresó. Lágrimas de por medio, Paul había aprendido cómo jode no ganar en la vida, y qué mal puede llegar a sentirse uno al verse derrotado, digamos. Pero es sabido que cuando se cae más fuerzas puede ganar uno para levantarse, retomar la marcha y seguir adelante. Paul así lo hizo.

Dejo a los amigos y amigotes y no volvió a contactarlos en tanto empezó una segunda preparación universitaria, y también abandonó a su enamorada sin darle mayores explicaciones del distanciamiento entre ambos. La pobrecita lo llamó más de una vez. Él se hizo negar, estaba ofuscado y todos lo comprendíamos. Pasaron los meses y finalmente ingresó a la universidad. Nuevamente había demostrado que si algo se proponía, lo conseguía. Nunca le perdimos la fe.

Al día de hoy, Paul es un chico empeñoso, comprometido con su propia formación, y además responsable y trabajador. Yo, como su hermano, estoy muy orgulloso de compartir con él los vínculos de sangre que nos unen por nuestros padres, y deseo de corazón que le siga yendo bien en la vida. Este año, por cierto, ha sido muy favorable para él (con la excepción de la muerte de nuestro padre). Ha empezado a dar sus primeros pasos sea laboral que académicamente hablando (cursa ya el 4ª año de Turismo en La Cantuta), y sé que mayores logros le esperan conforme siga su marcha personal. Yo, como hermano suyo que soy, no puedo hacer otra cosa que estar a su lado y darle la mano de manera incondicional cuando él recurra a mí, como sé, sin ninguna duda, que él lo seguirá haciendo conmigo, cuando los tiempos sigan pasando y las cosas continúen variando.

¡Feliz cumpleaños Paul!

domingo, 20 de septiembre de 2009

La exposición de un alma


Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.

Rubén Darío. Canción de otoño en primavera (Fragmento).

En esta ocasión quiero justificar de alguna manera el post precedente que se intutula Vorrei morir. La primera vez que escuché esta canción fue cantada por el italiano Andrea Bocelli (1958) -que en abril de este año estuviera en nuestro país para ofrecer un recital lírico- y que junto a otras más, la mayoría de la autoría del compositor italiano Francesco Paolo Tosti (1846-1916), forma parte del álbum Sentimento (Sugar, 2002), el que fuera producido con la asistencia y dirección de Lorin Maazel (1930), director de orquesta, violinista y compositor estadounidense de ascendencia francesa. Por aquel entonces, cuando por vez primera me deleité con las agudas notas del violín sumado a la voz de tenor -un binomio muy de moda por inicios del pasado siglo XX- yo tenía aproximadamente 17 años y era el año 2003, y desde hacía un buen tiempo había abandonado las baladas que por las tardes, después del colegio y a la hora de hacer las tareas, escuchaba en radio Ritmo Romántica, si no es que también en Radio A, y ya no eran Laura Pausini, Miriam Hernández, Franco de Vita, Ricardo Montaner, entre otros y sólo por citar algunos, los que me conmovían con sus voces y sus temas siempre lastimeros. Luego de haber escuchado a Andrea Bocelli cantar el tema de entrada de la novela Vivo por Elena (Televisa, 1998), a dúo con Martha Sánchez, había quedado seducido por su voz, y prácticamente de la mano de este cantante invidente fui adentrándome al maravilloso e imparangonable mundo de la ópera. Y en el trayecto, entre arie, romanzas y chansons, conocí lo que se conoce en el mundo de la música erudita como le romanze da salotto, canciones para canto y piano (o violín, instrumento con el cual Maazel y Bocelli innovan en Sentimento) cuyos textos la mayoría de las veces estaban escritos por poetas de exquisita vena literaria, como Gabriele D'Annunzio (1863-1938), entre otros, y que se interpretaban por las más selectas voces de la época, habiendo encontrado en cantantes como Enrico Caruso (1873-1921) o Giuseppe di Stefano (1921-2008) a sus primeros recitadores.
Estas romanze da salotto -lo supe desde el primer momento que las escuché, y cantadas por Bocelli- no las habría podido olvidar jamás, sobre todo porque siempre habría encontrado en ellas pasajes de mi vida musicalizados que en un futuro habría podido volver a evocar, como asimismo retazos de una vida que nunca habría podido ser mía y que de todas maneras habría ansiado vivir con frenesí.

Entre este grupo de canciones de salón está, pues, Vorrei morir, que canta el deseo del poeta de querer morirse un día, al atardecer, y siendo primavera, en medio de un cielo sereno y calmo que lo vea partir, coronado por el vuelo de las golondrinas y engalanado aún más por las bellas flores de los campos. Solamente así uno podrá entregar su alma a Dios. Pero si llegada la hora de partir, el día fuese nublado, oscuro, y a los árboles las hojas les faltasen (claramente se describe en esta parte de la canción la estación otoñal) entonces así, cualquiera tendría miedo de morir. Un contexto así de lóbrego no prometería, según el poeta, una trascendencia feliz hacia un mundo bello más allá de este terreno. A veces uno recurre a canciones como ésta no porque se esté feliz, sino porque se está triste, y yo, hace unos días cuando me encontraba pasando un estado de ánimo similar no encontré otra canción más melancólica que Vorrei morir. A veces pienso que, por más problemas que podamos tener en la vida, y en ese momento deseemos que llegué el fin de nuestros días, la muerte -si es piadosa- sólo nos recogerá, pasará por nosotros, una vez hayamos resuelto nuestros más variados asuntos, o por lo menos los más importantes. Más o menos así también quiero ver las cosas gracias a Vorrei morir.
Yo no quisiera marcharme de este mundo sin haber concluído algunos proyectos personales que, valgan verdades, cada vez son menos (debo estar algo depre´ quizá...). Tengo todavía algunas metas que alcanzar, algunos sentimientos que vivir, algunos lugares que visitar, algunas personas que conocer y a otras tantas con las cuales reconciliarme antes de morir. Tengo asimismo que demostrar a los demás -y demostrarme a mí mismo- algunos talentos que no se me conocen muy bien, superar algunos temores que no me dejan vivir como quisiera y des-cubrir algunas verdades que reposan en silencio en los intersticios de mi alma. Una vez cumplidas estas tareas podré morir, y espero sea también en un día bello que me augure que me espera todavía un mundo mejor que podré compartir al lado de mis padres, de mi tía Ely y de mi hermano. Sólo así podré morir.

Cuando tenía 16 años y rezaba fielmente todos los días a la hora de acostarme, le pedía a Dios, entre otras tantas cosas, que me permitiera vivir hasta los 85 años, recuerdo bien la cifra. Hoy por hoy, no deseo vivir más allá de los 50 años, porque no quiero conocer la soledad de la vejez, ni pasarme los días extrañando las horas presentes que ahora vivo, ni deseando más haber vivido otra historia personal que no me fue dada. Como sé que no llegaré a tener hijos -bueno, en realidad más o menos lo intuyo- no tendré por quien vivir ni desear prolongar mis días, y ya para ese entonces quizá dos de los tres últimos seres queridos más queridos que me quedan en este mundo (mi madre y mi tía Ely) ya habrán ido a darle el alcance a mi padre en el cielo. En tanto mi hermano Paul seguirá viviendo la vida con ese peculiar estilo que siempre le voy a envidiar: no dándole más importancia a las cosas de lo que éstas lo merecen.

Dentro de poco (en enero del próximo año) estaré llegando, en el mejor de los casos, a la mitad de mi vida -claro, si es que no me muero antes, y espero que no sea así, no tanto por mí como por mi madre que se moriría, literalmente hablando, de vivir un fatídico evento como el que propongo. Por ella es que aún no me puedo ni quiero morir. A ella me une una ligazón profundamente fuerte, porque conozco cuánto ha hecho por mi hermano y por mí, y a cuántas cosas ha renunciado por nosotros. Si mañana yo me muero no me moriré tranquilo, porque mi muerte seguramente será la causa del último de sus dolores, y darle una tamaña pena no sería el gesto más agradecido que un hijo pueda hacerle a su madre. Así, confío -aunque mínimamente- en que Dios, o el destino, etc., sabrán hacer su trabajo y serán nobles y justos, y no permitirán que se dé una sucesión de aciagos eventos como los descritos líneas arriba. Yo aún confío en la sabiduría del Dios, o del destino, etc., sobre cómo hará que se suceda el devenir.
Cuando mi madre haya partido, yo sabré que en cualquier momento deberé estar preparado para partir. Desde pequeño he tenido sueños en los que, o me despido de mi madre (porque sé que se va a morir), o en los que ya no vuelvo a saber nada más de ella. Siempre que se los he contado ella me ha dicho que cuando se sueña a una persona querida ésta vive más. Aún hoy la vuelvo a soñar alejándose de mí y cuando ya no puedo más, empiezo a llorar y mi madre acude a despertarme y a tranquilizarme, y a decirme que ya no pasa nada y que todo va a estar bien, y yo le quiero creer.

Yo, en verdad, no quisiera vivir mucho, y quizá diga esto por vanidad, simple y pura vanidad. Desde pequeño, las dos más importante mujeres de mi vida, mi madre y mi tía Ely, me hicieron sentir un niño bonito. Crecí preocupándome por verme siempre bien, por estar bien peinado, bien lavado y aseado, bien vestido y arreglado. No podía verme mal. A todas estas cosas siempre se sumó la pretendida belleza que tuve desde niño (¿Pero qué niño no es bello, por Dios?). Recuerdo que cuando aún no pasaba los primeros años de nacido, y se me llevaba a controles médicos y otros chequeos, siempre le decían a mi madre, por mí, algo así como ¡Qué bonita la nena! Ella sonreía, agradecía el saludo y corregía inmediatamente que era un niño.

Ha sido así que el ansia de satisfacer mi necesidad de ser bello, que me persigue hasta hoy (y ojo, con esto no quiero decir que soy en verdad bello, sino que siempre he querido serlo y he encontrado impulso para acometer tal empresa gracias a los halagos de mi madre y mi tía que me decían y me dicen que lo soy) no me ha abandonado. Sí, pues, soy muy vanidoso, y es esa vanidad la que desde ahora me dice que no podré soportar los años otoñales, cuando mi pretendida belleza se vaya o termine por irse, no lo sé... No quiero llegar a viejo porque no quiero verme cansado, resignado a no poder hacer ciertas cosas, o porque no quiero ver en el espejo un rostro que dé testimonio de mis años ya vividos.

Por esta y muchas cosas más es que no quiero morirme ahora, pero tampoco quiero vivir mucho, no para ver cómo me marchito y cómo me voy quedando solo, porque si de otra cosa también estoy más o menos seguro es que no vendrá ya nadie más "especial" a mi vida vendrá. ¿Estaré, y ahora sí me lo pregunto en serio, viviendo un proceso de depresión? ¿Mis pocas ambiciones personales aún existentes, el encerrarme en mi vanidad y los temores que amenzan mi supuesta belleza, y el no poder desear otra cosa más que no sea morir después de que mi madre lo haga, no terminarán siendo, a las finales, síntomas de cuán mal me encuentro espiritual y emocionalmente? Sin embargo, ¿quién podrá venir a salvarme si mi problema no sale a la superficie? ¿O quizá ya lo hizo y yo aún no me he dado cuenta?... ¿O son los otros los que no han caído en la cuenta de que me está pasando algo? ¿O, en todo caso, y en medio de mi perturbación, tengo aún las fuerzas para no turbar más a los míos con los problemas existenciales de un muchacho que se llama Rolando?

De todas maneras, y como dice una canción de la cantante mexicana Lucero (1969) "sobreviviré, claro que sí... ya lo verás"... A quienes lean este post les pido que no se preocupen por mí (si es que me tienen estima porque nada malo les he hecho): no pienso suicidarme o hacer algo que atente contra mi integridad. Le temo al castigo que la Biblia dice se les depara a los suicidas... Yo, mientras tanto, prefiero con calma esperar el final...