sábado, 17 de noviembre de 2012

Las pequeñas grandes victorias de un niño bonito



Ha de quedar claro que de aquí en adelante el niño bonito al cual me voy a referir en este post indubitablemente soy yo.

Este post lo escribo para celebrar las pequeñas grandes victorias de un niño, bueno como todo niño, y que hoy por hoy -aunque ya ha dejado de ser niño- definitivamente sigue siendo bonito.

Secundariamente, escribo este post para dar cuenta de las buenas prácticas que -juiciosamente inculcadas durante la infancia- perduran a través de los años, forjando los buenos espíritus de las personas especiales, ésas que injustamente la gente vulgar, ignorante e insensible no consigue comprender en todo su esplendor.

Ir a la escuela (en este caso a la escuela primaria, para darnos un contexto y marco que acoja el presente relato) fue una experiencia particular -por decir lo menos- para ese niño bonito. Era fácil por el hecho de ir a aprender muchas cosas en un espacio diferente al de la casa, al del propio hogar. Era fácil e interesante porque aquellas cosas nuevas que se iba a aprender eran impartidas por otras personas -no las del contexto familiar ciertamente- y que ofrecían una gran variedad de conocimientos, de manera libre y espontánea.

En cambio fue difícil por el hecho de tener que convivir, de compartir espacios, con otros niños y niñas muchas veces torpes, distraídos y poco dispuestos a aprender. Claro, no todos. Seguramente debe haber habido al menos uno o dos con las mismas predisposiciones intelectuales que las del niño bonito para hacer de la escuela un espacio tolerable. En medio de todos ellos, resplandecía el niño bonito. Y esto no era fácil: en un mundo de gente mediocre, destacar es un riesgo, cuyo costo consagrado es la soledad. O al menos lo fue para el niño bonito.

Aquel niño bonito se granjeó el reconocimiento de sus profesores y la envidia de sus compañeros. De entre aquellos 10 ó 15 niños y niñas de la clase, asumió el compromiso de forjarse un criterio en base a la asimilación de diversos conocimientos. posteriormente, puso en práctica lo que sabía, todo con tal de ir preparándose desde aquel entonces para el largo camino que habría de recorrer y que se llamaba vida. 

Pero, como ya lo mencioné, aquella noble consagración del niño bonito le granjeó la envidia de sus compañeros y compañeras, que no terminaban de entender porqué no prefería dedicarse al juego o a la gratuita pérdida de tiempo bien -consentida en los infantes- y preferir sus estudios, los cuales indefectiblemente lo llevaban a destacar. Sobresalir, entonces, le costó un aislamiento que no pidió pero al que se fue acostumbrando con el paso de los años.

Se trataba de una envidia dirigida a aquel niño bonito -que además de ser aplicado y de tener unos padres pendientes de él- colmaba estas buenas virtudes y posibilidades con el hecho de ser agraciado, físicamente agradable. Era demasiado para aquellas pequeñas mentes prematuramente perversas pero a las cuales se enfrentó gracias a una indomable fuerza de voluntad y carácter que le evitaban caer en un estado lastimero por el cual tan siquiera pudiese pensar en permitirse cambiar lo provechoso (sus estudios) por un grupito de amigos insulsos.

Ese niño bonito ya tomaba sus elecciones a sus tiernos 8 ó 9 años. En medio de tantos compañeritos idiotas, ese niño bonito había decidido hacerle saber a los demás que era buen mozo y que así ganaba simpatías -si no en sus coetáneos al menos en las personas mayores. 
Ese niño bonito era bonito porque además de ser físicamente bonito se peinaba correctamente y llevaba bien puesto el uniforme (y limpio, obviamente). Ese niño bonito preparaba sus útiles y tareas para el día siguiente, repasaba las lecciones, estudiaba a conciencia y rendía buenos exámenes. Este esfuerzo se veía premiado en las excelentes notas que llevaba a casa y que hacia el final del año le ganaban los diplomas y reconocimientos al mejor rendimiento escolar del año. A todo este dechado de virtudes se sumaba lo cortés y respetuoso que era, manteniendo en todo momento un buen comportamiento y desenvolviéndose con educación y buenos modales en los diferentes espacios a los que asistía.

Nada de esto habría sido posible si el niño bonito no hubiese crecido en un adecuado contexto familiar. En tal había sido afortunado. Había recibido de la vida el privilegio de ser amado por sus padres y demás familiares, tener la debida atención de ellos antes sus situaciones y problemas, el cuidado esmerado y la palabra de enseñanza oportuna. Todo esto se reflejaba lógicamente en un adecuado desarrollo personal del niño bonito, pero que lamentablemente era visto con recelo y envidia por sus compañeros de escuela. Estos le ofrecían una burla descarnada a una buena actitud que consideraban propia de un nerd (y ciertamente se expresaban así por el niño bonito les caía antipático). En respuesta a ello, el niño bonito les ofrecía su desprecio y después su indiferencia, regodeándose en sus pequeñas grandes victorias. Ciertamente digo grandes porque para un niño de 8 ó 9 años ya lo es bastante: adaptarse a las normas, respetarlas y en la medida de sus posibilidades buscar destacar, sobresalir. Esto ya hablaba con grandilocuencia de un compromiso por adherirse a un orden en el que veía el camino al progreso.

No rodearse de amigos sino de conocimientos significó para el niño bonito una de las mejores oportunidades de crecimiento personal por la forja de una mayor amplitud de mente y espíritu que muchos años más tarde, al llegar a la universidad, habría de concretar con sus estudios superiores.Ya desde este momento asistimos a la génesis de una soledad que habría de caracterizar al niño bonito. ¡¿Pero qué le vamos a hacer?! ¡Son elecciones! Y ese niño bonito ya tuvo que tomar a esa tierna edad y de las mismas decidió no separarse jamás.Fue entonces cuando supo que no había nacido para caerle bien a todo el mundo, que jamás sería popular ni que jamás ganaría la elección del mejor amigo por su imposible carisma y simpatía.

Ese niño bonito es hoy en día un adulto, pero sigue siendo igualmente bonito, inteligente, educado y respetuoso. A ello ha sumado grandes dosis de lúcida ironía que lo distingue, imprimiendo este indeleble sello personal en todo lo que dice y hace. Claro, ser así hace que caiga mal -ya quedó claro- pero a estas alturas de su vida eso casi nada le importa. Tiene claro que fuera de él lo demás es ciertamente postergable.