lunes, 14 de mayo de 2012

La hoguera de las vanidades




Nunca me gustó el ejercicio físico. Recuerdo que cuando frecuentaba la escuela secundaria era un adolescente flojo y poco decidido a la hora del curso de Educación física. No solamente era apático para los deportes, y en general para cualquier esfuerzo físico, sino que además buscaba rehuirle con cualquier excusa. Inventaba malestares temporales o faltaba a clases con el pretexto de alguna consulta médica. Cuando ya no me fue posible escapar con estos pretextos tuve que inventar otros, como decir que tenía un pequeño soplo al corazón, argumento poderoso que definitivamente me alejó de las lozas deportivas. A cambio, me vi comprometido a redactar monografías sobre los deportes y la nutrición con los cuales, primero, pasé el curso de Educación física con altas calificaciones. Luego, ya sólo con notas promedio. El profesor terminó por considerar que no era justo que yo fuera promovido con altas notas sentado desde la comodidad de mi asiento de aula.

Fueron pasando los años, fui dejando atrás mi adolescencia y yo seguía lejano de cualquier actividad física. Muchos años después, hacia los 25, fue que esta historia cambiaría. Tomé contacto con uno de los deportes más completos: la natación. Ello tras una dolorosa ruptura amorosa. Desde entonces, la actividad física ocupó un lugar en mi agenda personal, un lugar que hasta la fecha perdura.
A modo de ser francos, la natación y yo ya nos habíamos encontrado muchos años atrás. Hacia los 12 años mi tía Ely, deseosa de que ocupara mis vacaciones de verano en algo productivo, tuvo la buena iniciativa de matricularme en un curso de natación impartido por un prestigioso colegio situado en el distrito de Barranco. Fue así como conocí la libertad y plenitud que se experimenta cuando se está sumergido en una piscina. Después de aquel verano regresé un par de veces más y luego simplemente dejé de ir. No recuerdo bien porqué sabiendo lo feliz que me había encontrado nadando. Lo que sí supe aquel entonces es que si algún lejano día retomaba la actividad física sería de la mano de la natación.

Hacia los 25 años, cuando en efecto la retomé, no pensaba que al poco tiempo la habría cambiado por largas rutinas de gimnasio movido por el ansia de apreciar el desarrollo físico de mi cuerpo, un cuerpo que por aquel entonces era todavía el de un adolescente y que necesitaba -si no crecer- al menos cambiar. Desde ese momento amé la rutina de gimnasio y ya no la cambié por ninguna otra actividad física.

La experiencia de entrenar en un gimnasio y de seguir una rutina me resulta completamente placentera. Ello no sólo porque me permite sublimar estados de ansiedad y estrés, o porque contribuye a mantenerme con un buen estado de salud en todo sentido, sino porque es funcional a mi vanidad.  Cuando comprendí que verse bien era importante supe que del gimnasio no debía salir.
Con el avance de las rutinas he ido paulatinamente obteniendo los resultados que esperaba y que la natación tardaba en darme. El magro cuerpo de adolescente que alguna vez tuve comenzó a tomar forma, a adquirir tonalidad muscular. Ya el espejo empezaba a devolverme la imagen que siempre quise ver pero que nunca antes me había animado a alcanzar. 

Considero que esto era necesario. Actualmente, a mis 27 años, no se habría visto estéticamente correcto que siguiese perfilando el simple cuerpo de un joven de 16. Además -y no por último- considero que es una de las mejores maneras de mantener un buen estado de salud tanto física como emocional y, en algún sentido, de luchar contra el inexorable paso del tiempo que todo lo cubre con su opacidad.

Diría que, más allá de ser la vanidad una suerte de exageración de la autoestima, esta última consiguió reforzarse en mí desde el día que decidí seriamente realizar una actividad física lo suficientemente productiva. Recuerdo que muchos pero muchos años atrás me pensaba feo, poco agraciado y así poco interesante. Gracias al ejercicio físico y los resultados que me fue brindando descubrí que esto no era para nada cierto.
Ir al gimnasio a entrenar no solamente me ayudó a ganar un cuerpo con forma y tonalidad sino que me ayudó a reforzar una autoestima que andaba algo debilitada. Gané seguridad y resolución personal y, con ello, conseguí mejores oportunidades de presentarme ante las personas y relacionarme con ellas.

Es sobre todo por esta razón que recomiendo la actividad física. Creo que poco o nada importe que se pueda ser tildado de vanidoso cuando, al realizar una actividad física cualquiera ésta sea, nos acercamos a un ideal que hemos deseado alcanzar por siempre. Un ideal que nos ayuda a ganar coraje y decisión para desplazarnos por un mundo material donde algunos presumen de ser más resueltos que otros.