sábado, 10 de enero de 2009

¿Por qué el áureo clarín del verbo?


Alguna vez, cuando seguía los distintos capítulos, digamos así, del programa Chespirito, del harto reconocido actor cómico mexicano Roberto Gómez Bolaños, vi un episodio en el que él, caracterizando a un hombre invitado a un ágape post boda, y teniendo que dirigir unas palabras en honor de los novios, inicia su alocución diciendo una cosa así como: "...en esta ocasión que se me permite tomar el áureo clarín del verbo...", yo quedé ciertamente impresionado, tanto porque en aquel entonces yo era un niño, en pleno proceso de aprendizaje, habiendo ya superado mi miedo a hablar ante el público gracias a las clases de oratoria (a las que asistí a regañadientes, genial idea de mi amada madre a modo de que pudiera superar este impedimento) y bastante ávido de enriquecer mi lenguaje con cientos de palabras y expresiones "bonitas", "intrincadas" y "poco accesibles al común denominador" del cual en ese entonces, yo todo prejuicioso, deseaba distanciarme, y con ello armar circunloquios, ambages, perífrasis que dejaran a mi auditorio boquabierto.

Y en efecto, los resultados que yo me esperaba no tardaban en venir. Momento propicio para recibirlos eran las multiples reuniones de adultos a las que asistía. Me gustaba rodearme de personas que me doblaran o triplicaran la edad y así escucharlos, percatarme de lo que decían y con esto, darme cuenta de cuánto sabían, si era o no importante lo que referían a los demás, y cuando la conversación ya había avanzado lo suficiente como para asimilar el mensaje de la otra persona, yo iniciaba la respectiva réplica o comentario, según fuera el caso, y hablaba. Pero no hablaba por hablar. Hablaba con fundamento, con conocimiento, pero sabía que ello no me bastaba. Yo habría podido decir que 2+2 eran 4, por ejemplo, pero no me hacía feliz el decirlo así nomás. Tenía que recurrir a algún recurso retórico que me permitiera decir eso mismo pero de manera más "elaborada", "armada". No podía pasar desapercibido. Ello era el no-existir.

Claro, me tildarán de vanidoso, o egocéntrico, o hasta de ingreído, pero era así. Es más, sigue siendo así. ¿Y por qué non podría ser así? Si hay a quien le encanta juerguear con los amigotes los fines de semana hasta morir, o a la que le gusta estar de shoping las 24 horas del día, o al que le fascina llevarse a la cama a más de una, ¿por qué a mí no me puede gustar llamar la atención con lo que digo, con mayor razón si podemos estar hablando de un contexto medianamente alturado como una buena plática, por ejemplo? ¿Es malo querer destacar? Ahora bien, si lo hago porque necesito sentirme reconocido, yo preguntaría: ¿y a quién no le gusta sentirse reconocido, saberse apreciado por un tercero? Debemos de tener clara la idea que la dación del reconocimiento está en cada uno de nosotros, de la misma manera que negarla también es medianamente atribución nuestra, y que nos la nieguen también es atribución propia de ese tercero, por supuesto.

Encontramos reconocimiento de los demás en distintos espacios: en la casa con nuestra familia, en el ámbito de estudio, de trabajo, con nuestros amigos, etc, etc. El reconocimiento alimenta nuestra autoestima, nos da la confianza para seguir viviendo, para acometer nuestros actos futuros, para aumentar nuestras expectativas de éxito, y antes, nuestras ambiciones. Una persona que aparentemente no tiene éxito probablemente no consiguió trazarse metas "ambiciosas", y no lo hizo porque pensaba que no habría podido alcanzarlas. Ahora, sentía que no habría podido alcanzarlas porque no era lo suficientemente capaz, porque no tenía las suficientes herramientas cognoscitivas y motoras que le permitieran hacerlo. Sin embargo, sabemos que no hay ser humano sobre la faz de la tierra que nazca sin "talento", como tampoco alguno que nazca completamente con "talento" y predestinado al "estrellato". Todas ellas son condiciones que adquirimos a lo largo del curso de nuestra vida y que los demás, la sociedad, contribuye a forjar desde que somos niños.

Cuando empezamos a dar muestras de que para tal o cual cosa somos buenos, y nuestros padres, profesores y amigos nos dicen "lo estás haciendo bien sigues así, sigue intentándolo, sigue practicando", y entonces, si tenemos cierta predisposición psicofísica para ello, y gracias a la constancia de la práctica, empezamos a adquirir maestría en nuestra actividad. Pero si el individuo, todavía primerizo en la misma, torpe en su repectiva ejecución aunque comprometido, recibe únicamente de su entorno comentarios negativos y maliciosos como "lo haces mal, no lo sigas haciendo", o "no naciste para ello, ni siquiera lo intentes", entonces tendremos una persona que, o no querrá probar y ver si acomete esa actividad x con cierto buen rendimiento, si le gusta incluso, o bien, habiéndola intentado y estando espectante de probar una segunda vez para comprobar si la ejecutó mejor que la primera, solamente deseará abandonarla ya autodeterminado a que jamás la hará bien. Aquí me viene a la mente esa reflexión que a la letra dice: "las situaciones que los seres humanos definen como reales son reales en sus consecuencias", del sociólogo William I. Thomas en su libro Los niños en América: problemas conductuales y programas, que tiene hondas palabras para meditar el poder de aquellas que en algún momento pueden ser fatídicas profecías autocumplidas, como en los casos arriba referidos.

Dicho todo esto se me viene a la mente lo siguiente: los hombres, el género humano en general, es capaz de dar al mundo seres excelsamente brillantes como también los más repudiables (paro aquí sobre este último punto porque no quiero parecer esencialista o determinista), pero mi idea va en el sentido que el poder de nuestras palabras tiene un impacto como no lo tiene alguna otra función corporal de nuestro cuerpo. Claro, es que estamos hablando en un sentido estrictamente simbólico, pero quién va a negar que las sentencias de terceras personas consiguen repercutir en nostros de una u otra forma, con mayor o menor intensidad según sea la carga de la misma como la resistencia emocional del interlocutor que la recibe.

Por ello, y ya a modo de conclusión de este primer artículo de mi naciente blog, que ofrezco a ustedes con humildad, como el mejor de los ejercicios intelectuales que en mis tiempos libres pueda hacer, y también como la mejor terapia para materializar mis emociones e impulsos verbales contenidos en ciertas ocasiones (y es que así como aprendemos a hablar también debemos aprender a callar, o a afrontar el hecho de que aún no queriéndolo, tenemos que callar, sea por educación, sea por conveniencia, etc.) siempre será mejor tener personas con autoestimas inflamadas, pero sin exagerar, eso sí!, en vez de personas anuladas emocionalmente y sin ganas de vivir una vida que aunque jodida después de todo es vida, y querámoslo o no, siempre terminamos aferrándonos a ella. Este otro extremo es igualmente insano y debe evitarse. A la larga, el punto intermedio es el más recomendable, y si no, recordemos las palabras del inmortal Aristóteles: in media stat virtus.

Gracias por la atención prestada y hasta pronto.