domingo, 28 de febrero de 2010

El deseo de Dios

Gian Lorenzo Bernini. El éxtasis de Santa Teresa
(vista parcial de la escultura)


Suspende el alma de suerte
que toda parecía estar fuera de sí.
Ama la voluntad,
la memoria me parece está casi perdida,
el entendimiento no discurre, a mi parecer,
mas no se pierde...
Acá no hay sentir,
sino gozar sin entender lo que se goza.
Entiéndase que se goza un bien
a donde junto se encierran todos los bienes,
mas no se comprende este bien.

La breve poesía que acabamos de leer se contiene en una obra de inmensa valía para la Iglesia Católica. En efecto, dicha obra se titula El libro de la vida, suerte de autobiografía escrita por Santa Teresa de Ávila (1515-1582), conocida también como Santa Teresa de Jesús. A lo largo de la citada obra podemos acercarnos a la experiencia mística que la santa experimentara en cuerpo y alma propios y que según los entendidos en la materia (teólogos sobre todo) la acercaran a Dios mismo. La experiencia mística, tal y como su nombre lo dice, es un encuentro con Dios caracterizado por visiones del mismo que producen un gozo indescriptible en la persona que la vive. Para que se entienda mejor de qué estamos hablando, escuchemos lo que allá por el siglo XVI otro santo famoso, San Juan de la Cruz (1542-1591), decía sobre la experiencia mística, describiéndola de esta manera:

El efecto que hacen en el alma estas visiones es quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, suavidad, limpieza y amor, humildad e inclinación o elevación en el espíritu de Dios.

A través de la experiencia mística se realiza un pasaje lleno de ascetismo al mundo interior de uno, que es por excelencia un pequeña morada del Señor. Cuando se abandona ese estuche de carne y huesos que es el cuerpo, se deja atrás las cuestiones mundanas y se va al encuentro de un Dios que está presente en cada uno de los corazones de los hombres y mujeres, ello porque en cada uno de estos ha depositado parte de sí de modo tal que con haberlo hecho les permite la vida. Se ve el resplandor de la luz interna del alma que conecta con la divinidad. Cuando ello pasa y se es consciente o semiconsciente de que ocurre e interactuamos de modo más directo con Dios estamos, pues, siendo partícipes de una experiencia mística, la misma que no le es dada a cualquiera vivir de manera plena y luego poder contarla. Es más, Dios mismo quiere que quien pasa por una situación como ésta pueda narrarla a los demás, entre otras cosas, para mayor gloria suya y prueba de su existencia, y para que la misma pueda convertir más almas descarriadas que vagan por el mundo y las vuelva a consagrar su vida a la divinidad, asegurando de esa manera su salvación, que es a las finales el plan universal de Dios.

Ahora, y para hablar con mayor objetividad, la experiencia mística podría no ser más que un estado modificado de la conciencia que permite conocer, superando los siempre arbitrarios límites que la razón impone para pensar las cosas, perfilándose como la posibilidad de poder alcanzar el conocimiento de una vida que discurre más allá de tales límites. Esta forma de ver las cosas se opondría a aquella otra que considera que solamente estando despiertos tenemos plena conciencia de lo que pasa a nuestro alrededor. Por siempre, a este estado despierto se le ha tenido como el estado de conciencia por excelencia en el que podemos estar plenamente seguros de lo que acontece en torno a nuestras vidas, pudiendo sólo así estar en la capacidad de dar cuenta del mismo.
Volviendo al caso de Santa Teresa de Jesús, que es el caso de todos los santos que han tenido la dicha de saber lo que es un encuentro con Dios a través de la experiencia mística, llama la atención, según nos lo refiere Antoine Vergote en Culpa y deseo. Dos ejes cristianos y la desviación patológica que incluso Dios mismo pueda convertirse en sujeto de deseo, que pueda ser deseable y que acceder a él, o que él acceda a nosotros pueda constituirse en una experiencia placentera y llena de plenitud que realiza. Mediante la experiencia mística se llega a desarrollar todo un dispositivo para liberar ese deseo y formularlo en verdad, realizarlo en amor y completar el goce de ese amor. La experiencia mística, entonces, por la fuerza de su ocurrencia, le daría la contra y arrojaría por los suelos todas aquellas afirmaciones que dicen que los hombres y mujeres santos no aman ni mucho menos desean. Así, como el Vergote lo propone, ¿por qué Dios no podría "penetrar" (las comillas son mías) la existencia con su luz, tanto o incluso más que cualquier otro ser deseable?

Si cada quién es libre de escoger su sujeto de deseo, ¿entonces por qué los santos, por su misma condición, no podrían escoger a Dios como aquella entidad que pudiera colmarlos con su existencia, y con ello acercarlos más a él? Si es Dios verdadero, bueno y bello, ¿qué mejor que ir a su encuentro, al encuentro de una entidad perfecta per sé a fin de que interactuando con él nos realice y colme con un poco de su excelsitud?

Creo que, tras reparar un poco en lo que significa la experiencia mística, debamos irnos con más cuidado a la hora de referirnos a los hombres y mujeres religiosos que abrazan la vida ascética por amor a Dios, y no expresarnos de ellos como simples beatones que han renunciado a cualquier posibilidad de goce a raíz de alguna mala experiencia personal que les generase un estado de culpa y -en su afán por remediarlo- hubiesen recurrido al Señor Todopoderoso para que intercediera por ellos. Quién sabe si al interior de esos tantos claustros, conventos y abadías que existen en el mundo, esas mismas personas no están probando uno de los goces más indescriptibles que pueda conocer persona alguna en vida, precisamente porque, en el andar de sus vidas, terminaron por identificar aquella entidad que les procura bien y los realiza, y que es ese Dios que día a día seguimos desacralizando, al grado de ya ni siquiera acordarnos que existe, y que quizá nos observa sin decir ni hacer nada... por el momento...