lunes, 1 de octubre de 2012

El valor de la vida



 ¿Quién no se ha quedado sorprendido con la repentina muerte de la joven peruana Ruth Thalía Sayas, la primera concursante de El valor de la verdad? Quizá su muerte ya se veía venir al saber de su misteriosa desaparición, pero lo cierto es que más de uno lamenta que una mujer tan joven y seguramente con un futuro prometedor (con más razón ahora que había ganado 15 mil soles por ir a decir sus "verdades" al programa de Beto Ortiz) vea interrumpido el curso de su vida por la enajenación de un hombre misérrimo y digno de infinita lástima como lo es Bryan Romero, su ex pareja sentimental.

Ruth Thalía alcanzó una notoriedad mediática que si aún contara con vida la lamentaría. Estar en boca de todos, que todos sepan de uno, es ciertamente un arma de doble filo. Ello se hace todavía más patente si aquello por lo que se salta a la palestra no son precisamente cosas buenas, virtudes que los demás elogien, sino llanamente tu vida misma, tus secretos e intimidades conocidas por todos y todas a condición de ganar dinero. Lo lamentable es que es poco probable que ante un lastimoso evento como su muerte alguien vaya a dejar de pensar que ir a desnudarse -metafóricamente hablando- por una cantidad de buenos billetes sea algo malo o deshonesto. Acá está el punto: cada vez son más quienes piensan que son menos las cosas que deben conservarse puras (digamos así) o inalcanzables por los demás, o simplemente invendibles.

La televisión peruana asistió a un nuevo episodo luctuoso, triste y deplorable en el que seguramente tuvo una participación más que culposa. Después de la pérdida de esta joven quedó claro que para su asesino, Bryan Romero, la vida no vale nada. En cambio para Ruth Thalía, la vida valía 15 mil soles. ¿Cómo así? ¿Es que la necesidad -del tipo que sea- puede ser tan fuerte como para arriesgar lo que más valor debería tener para nosotros mismos, la vida? Esto no lo supo del todo Ruth Thalía, y hoy es tarde.

Ese pobre infeliz que fue su ex compañero sentimental no la mató por ser pobre o por ambicionar la pequeña fortuna que había ganado. La mató porque no tenía nada que perder en caso de ser encontrado culpable. Así pasó y aún así no perdió nada: no podemos decir que perdió 15 mil soles porque esos jamás fueron suyos. Tampoco perdió una vida -entendida como proyecto de vida, valga la redundancia. ¿Acaso su vida era digna de ser vivida? Un hombre como él, viviendo sin entender un significado para su propia existencia, carente no sólo de recursos materiales sino de recursos espirituales que le ofrecieran una garantía de que valía la pena vivir, desprovisto de un sentido para sus días, es totalmente sujeto de la más inifinita compasión que se pueda tener, más allá de poder decir que bien se merece una fuerte condena por su repugnante crimen.

El fondo de todo esto es que se está perdiendo el valor de la vida como centro organizador de nuestro desenvolvimiento social. La vida, no sólo como entidad orgánica sino como concepto espiritual e insumo moral, está perdiendo su amplio significado. Éste se volatiliza cada vez más, se relativiza al punto de saber que pueden haber hombres que matan a sus compañeras sentimentales simplemente porque tienen celos de que los estén engañando, o que algún ladronzuelo con arma en mano pueda cejar el aliento de una persona con tal de robarle menos dinero del que jamás habría pensado. Este desplazamiento de la vida y su valor primero es parte de la desacralización del mundo, un mundo en el que sin lugar a dudas impera una lógica mercantil donde todo, cosas y personas, pueden ser compradas y vendidas. Prácticamente todo es susceptible de recibir una valorización económica, tras lo cual podrá ser ofertado y eventualmente adquirido.

Bryan Romero recibirá la cárcel como castigo a su crimen. Ruth Thalía no recobrará la vida por más que las personas concentren su odio sobre el asesino inicuo. La televisión peruana seguirá ofreciéndonos la basura a la cual estamos acostrumbrados y por más censura que se haga no dejará de ser eso: televisión peruana, híbrida y grotesca como ninguna. Más de un cretino le endilgará buena parte de la culpa a Beto Ortiz y El valor de la verdad para después sentarse imperturbable ante la llamada caja boba y seguir como si nada.  Y es que la televisión es una tentación de la que pocos consiguen escapar.

Tentaciones como ésta las hay por doquier. El punto en medio de todo esto radica en darle el justo valor a las cosas, y en medio de ellas, darle el justo valor a la vida. Un valor que de ninguna manera podrá expresarse jamás en una cifra, por más ceros que tenga. Debería ser ésta la lección marco para entender que como hay cosas que no podemos comprar, también hay otras que difícilmente podemos vender.