viernes, 16 de enero de 2009

La construcción social de la inocencia


Si se nos pidiera pensar en un "cuerpo" o en una "unidad" que en sí concentre la inocencia, la total exención de culpa e incapacitado a hacer cualquier tipo de daño es bastante probable que a la mente nos viniera la imagen de un niño. Y sí, en efecto, ¿qué cuerpo, qué ser más inocente que un niño para representar estas características anotadas?

Pues bien, en el presente artículo quisiera intentar hablar de la inocencia, en un sentido sociológico, y cómo es que se establece la construcción social de la misma. A estas alturas quiero hacer la aclaración que no es mi intención tomar como tema de discusión si son o no son inocentes los niños, sino más bien referirme a aquellos cuerpos que la sociedad reconoce como inocentes, como puros entonces, construidos gracias a la poderosa influencia de igualmente poderosos grupos de poder, y a su vez, esbozar esos otros cuerpos en los que se concentra la culpabilidad, la impureza. Cuerpos que son culpables porque son impuros, y viceversa, cuerpos que son impuros porque son culpables.

La producción de los discursos sobre la pureza y la inocencia han sido por mucho tiempo, y lo siguen siendo hasta hoy, producidos por importantes y rancios grupos de poder que se resisten a abrir sus horizontes de pensamiento en aras de una cultura de la tolerancia y la convivencia de la diversidad. Como refiere el antropólogo Jaris Mujica en su libro Economía política del cuerpo, el verbo favorito de los conservadores, conservar, atiende a cuidar algo y manetener su estado, alcanzar su permanencia. Se asume una paternidad (usemos este término) de un tercer cuerpo que en ningún momento ha sido consultado respecto de si desea o no ser protegido, no teniéndose en cuenta con ello su autonomía. Y todo esto se despliega en un espacio normativo preestablecido que definitivamente no se debe violar. Hay códigos conductuales y actitudinales que se deben seguir al pie de la letra. El hacerlo así genera la "virtud", pero el desobedecer genera el "defecto".

Violar tal espacio predefinido, violar sus normas conlleva a "mancharse" con eso "otro" que hay fuera del campo predeterminado como "puro", y del cual se quiere proteger al cuerpo que en efecto se protege. Se contamina con lo que hay más allá, y por consiguiente, pierde inocencia. Perdiendo inocencia se hace objeto de persecusión y punición por parte de los cuidadores, precisamente porque ya no es más un cuerpo "limpio", se le tiene que "sanar". El haber franquado la valla le hace pensar al dominador que algún saber instrumentalizado en herramienta de acción le ha permitido cometer tal falta. Ese saber que ha sido asimilado por el dominado pasa a ocupar un espacio en su mente, y es un saber apóstata, que inmediatamente vuelve a quien lo ha adquirido un ser ya no tan "inocente". Hay, por tanto, aparejada a la inocencia la idea de que ésta comporta ingenuidad, y yo al menos no lo dudo, porque el ingenuo no percibe muy bien las cosas no tanto porque no pueda hacerlo como sí por efecto de los parámetros de educación que haya podido recibir y que le son como anteojeras que le impiden ver a los costados. El ingenuo, pues, "no está muy en este mundo", y mientras desconozca es "bueno" ya que está inerme de cualquier arma que en algún momento le pueda ayudar a atacar, incluso a la mano que le da de comer. Los saberes "alternativos", según esta concepción, son "heréticos". Quien los conoce ya no es inocente.

Pero si la palabra misma lo da a entender: uno se declara inocente de algo porque no sabe mayor cosa de la misma, ¿no es así? Uno se declara inocente de algo y con ello dice que no tenía conocimiento del acontecer de un hecho x y de que tampoco lo ha acometido. Pero ese testimonio brindado de inocencia es manifestado dejando ver la sombra del temor. Se teme el castigo, y por ello, a sabiendas de una represión dolorosa, muchas veces es preferible mentir, y después vienen castigos peores que los en un primer momento destinados y que se querían conjurar con la mentira debastadora.

Pensemos en el relato de la Creación que narra el Génesis. Dios es quien en todo momento quiere conservar la pureza del hombre y la mujer que ha creado. Les ofrece todo (todo lo que hay dentro del jardín del Edén lo es todo porque lo es todo -circularidad del discurso-) y les dice que no es necesario más para ellos, que lo que lo que tal jardín contiene les bastará y sobrará. Por tanto, ¿para qué buscar más? Eso sí, no deben hacer una cosa: comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, ¿apetitoso?, parecía que sí, pero su seducción es ya tachada como corrosiva porque lo "bueno" no debe recurrir a la pompa ni a ninguna manifestación de derroche de belleza, frondosidad y fertilidad. Lo bueno es administrado a cuenta gotas. Lo malo se despilfarra. "Témase de lo que se nos da a manos llenas, bueno no ha de ser", pareciera ser el mensaje.

Los límites que ocupa tal árbol no deben ser franqueados. Sin embargo Adán y Eva lo hacen y conocen que está desnudos, por ejemplo. ¿Conocer esto es algo malo de por sí? Definitivamente no, pero la represión del cuidador hace aterrizar sus leyes en el cuerpo mismo, que se busca controlar.

Un niño, por ejemplo, sería inocente de otros saberes y de otras personas que no le han sido aún revelados ni presentados. Inocente de sus modos de vida, de sus pautas de conducta y actitud, de sus creencias, de sus mismas historias de vida e ideología que los llevan a presentarse y a configurarse como los actores sociales que ya para ese entonces son. Empero, inocencia debe también ser entendida como no-saber, no-conocer, y esto tampoco es malo per sé. La maldad que se busca destapar salta al cuerpo puro que con el conocimiento nuevo pierde la pureza, y lo vuelve malo en tanto no renuncie a tal conocimiento. Si pide perdón y rectifica el camino podría ser nuevamente aceptado en las filas de los buenos chicos. Es más, tal maldad le salta al cuerpo puro de parte de ese cuerpo "vil", basurizado por el clan de conservadores, que de por sí echa barro con ventilador. "Te lo advertí, te ibas a manchar"... La sentencia sobre el lamento se cierne soberbia.

Puro-impuro, bueno-malo, inocente-culpable, dicotomías que discurren sobre una lectura esencialista de las cosas y de las personas. La búsqueda de las esencias dejémosla a los artistas, que claman día a día por una musa que los inspire y que les haga ver éstas. Un orden social como el humano, asaltado por las esencias, auspiciadas por determinados grupos de poder, no son aval de un estado de convivencia armónica, más si los individuos que forman tales sociedades son diferentes entre sí, clasificados segñu criterios de representación estructural sólo para hacerle la tarea más fácil al Estado en sexo, edad, extracción social, etc, etc.

Debe quedar claro que yo jamás cumpliré al %100 lo requisitos que tú me pides para encajar en tu formato de lo que debería ser una persona "ideal", y es bastante probable que tú jamás encajarás en los que yo tengo y que creo son los que definen las auténticas cualidades de una persona. ¡Mucho cuidado!

domingo, 11 de enero de 2009

Alfredo Kraus, el día que te quiera...


Hace aproximadamente 17 años, con mayor puntualidad en 1992, en Santiago de Chile, el ahora mítico tenor español Alfredo Kraus realizó una de las presentaciones más inolvidables que jamás haya dado para su fiel público ávido de escuchar su espléndida voz, deleitarse con ese squillo irrepetible y cálido, a la vez que elegante, delicado, sutil y tecnicamente bien trabajado. Ese era el cantante Alfredo Kraus, nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1927 y que dejara este mundo en setiembre de 1999, tras haber cantado los roles más celebrados de la ópera italiana y francesa.

Y sí, en 1992 Alfredo Kraus, dando el recital del que les hablo, decide entregar a este público espectante la inmortal canción El día que me quieras, cuya autoría se la debemos a los compositores Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Según cuentan los más conspicuos relatores de sus vida, seguidores de su carrera y de su profesionalismo como sello indeleble de su canto, esta canción era una de las preferidas de su madre, y le recordaba aquellos años felices de infancia transcurrida en un hogar que viera dar al célebre tenor los primeros pasos en el mundo de la música, desde que a los 04 años de edad empezara con las primeras lecciones de piano, y a los 08 ya cantando en el coro de la escuela.

Puntualmente, cuando Kraus emprende el canto de la repetición del segundo más conocido fragmento de la canción, ese que dice "... la noche que me quieras...", ya lo hace con un semblante más "comprometido", emocionalmente hablando claro está, y, por ejemplo, al terminar la frase "... y un rayo misterioso..", ya la misma, en lo que implica a técnica, no es sostenida ni debidamente terminada, lo que delata que la mismísima emoción le ha subido a la garganta, y como se sabe, un canto como el lírico jamás puede ejecutarse ni llevarse a buen término si es que éste recurre a apoyarse en la garganta.

Ya para cuando asalta la frase, la última que cantase para esta canción y en este recital, "... y un rayo misterioso hará nido en tu pelo, luciérnaga curiosa que verá...", puntualmente, en el cantado de la parte "luciérnaga curiosa que verá", Kraus, sin estar fuera de tono, ya hace un canto de esta con piena gola (con plena garganta) para después simplemente parar. Así como lo oyen, Alfredo fraus no termina la canción porque se quiebra hondamente, y lo que más escarapela la piel es que diga "no puedo". Ese "no puedo", en ese momento justo, es por demás elocuente, ya que habla de la emoción que le embarga en aquel instante, emoción que defnitivamente no viene sola y sin la evocación de algún recuerdo, como el que les refería al inicio de este artículo, el recuerdo de la madre y de la infancia en aquel lugar de ensueño como es Las Palmas de Gran Canaria. Y también ese "no puedo" pareciera, creo yo, como que pedir disculpas, disculpas dirigidas a un público que idolatra a su cantante y que lo menos que podría merecer es una buena interpretación, y Kraus lo sabía, por ello dice "no puedo", como queriendo decir "no puedo, ya no me pidan más".

Algunos críticos de Alfredo Kraus lo acusaban de intérprete frío -apreciación más lejana a la realidad de su canto- y de haber claudicado a dar atisbos de mayor compromiso emocional a la hora de cantar todo con tal que la línea de canto siempre fuera lo más prístina posible, lo más perfecta. Y ciertamente, en el canto el que debe emocionarse es el público y no el cantante. Pero en aquella ocasión vence el sentimiento, las aparentemente rígidas reglas que el mismo Kraus se había impuesto en aras de un canto siempre bello, ese día quedaron de lado, y vimos, o mejor dicho, se vio al hombre que optó por dedicarse al arte y que en ese momento se declara como tal al cantar El día que me quieras, y no al artista de presentaciones anteriores que por profesionalismo había decidido ocultar al hombre que era para devenir en un instrumento de expresión de la pasión humana sin necesarimente verse contagiado por la misma a la hora de dar fe de aquélla.

Kraus ha trascendido su espacio y su tiempo, convirtiéndose en ejemplo de la necesidad que todos los hombres tenemos de superar nuestra condición humana, finita per sé, para, con el auxilio de los respectivos soportes culturales y simbólicos que nosotros mismos hemos creado con el deseo afiebrado de escapar de dicha finitud, dar el gran salto a la inmortalidad, y seguir viviendo entre nosostros a través de la música que exquisitamente interpretó durante sus 71 años de vida.