domingo, 8 de julio de 2012

Poderoso caballero es don dinero



Nuestra cada vez más infame televisión peruana vio anoche el nacimiento de un nuevo programa de entretenimiento. Hablo de El valor de la verdad, que se transmitirá los sábados a las 11 pm por Frecuencia Latina - Canal 2 y que será conducido por el siempre polémico periodista Beto Ortiz. Ortiz, que ya andaba mucho tiempo sin llamar la atención, refuerza ahora su presencia televisiva conduciendo este programa que se perfila como una nueva opción sensacionalista, donde los participantes están dispuestos a desnudar los pasajes más íntimos y secretos de sus vidas a cambio de dinero. Irremediablemente vuelve a mi mente el verso de Francisco de Quevedo, "Poderoso caballero es don dinero..." y una sensación nauseosa me invade, cuando menos.

Sinceramente me pregunto qué valor puede haber en decir la verdad a cambio de dinero. ¿Es éste el mensaje más oportuno que se puede transmitir al espectador? Desde una óptica carnicera se le ofrece al participante un atractivo premio monetario con tal de que nos cuente su vida. ¿Es que esto nos interesa realmente? La persona accede a des-velar sus secretos, sus verdades y mentiras por obtener el premio, sacrificando para ello su reputación. Así, la lectura errónea que se nos deja es que bien se puede perder una cosa para ganar otra. ¿Acaso la reputación y el buen nombre de una persona pueden ser comprados con dinero? ¿Es que ello tiene un precio? ¿Y más allá de todo, pagable?

Detesto ese mensaje subliminal que queda, donde se lee que absolutamente todo puede ser susceptible de ser vendido a cambio de dinero. Con ello, caemos en la cuenta de que cada aspecto y cuestión de nuestras vidas puede ser perfectamente monetarizado y adquirido. ¿El premio máximo que ofrece el programa, 50 mil soles, vale bien el descrédito y la decepción que podamos suscitar en otros? Y si nos jalamos todavía más los cabellos, ¿son estos 50 mil soles suficientes? ¿Es que con este monto les compramos a las personas, a nuestros amigos y familiares, una nueva percepción de nosotros y restauramos su confianza? Definitivamente no.

Siendo así las cosas, no hay ningún tipo de valor en decir la verdad. Mucho menos lo hay si se hace ante cámaras, para que todo un país lo sepa y sin oponer la más mínima consideración a favor de quienes se perjudica y somete a una indebida visibilización en ningún momento pedida. Lejos de un contexto íntimo donde abordar estas cuestiones se prefiere un set de televisión para armar el más deplorable de los circos, donde el insumo de base es la humillación pública de la persona que opta "voluntariamente" por decir "la verdad".

Decir la verdad... El programa presuntamente encontraría su justificación en este punto: en que decir la verdad siempre vale y que es en todo momento deplorable la mentira. No cuestiono el hecho de que la verdad ilumine, poéticamente hablando, y que absolutamente no es justo hacer vivir a los demás un escenario de mentiras o falsedades. Pero son en definitiva los medios y las formas a las que se ha recurrido para impartir una lección moral como ésta lo que ahora cuestiono y deploro.

A dar un valor a la verdad, en el sentido del programa de Ortiz, opongo rotundamente el valor de callar. De no des-cubrir estas cuestiones tan personales, tan propias e íntimas en un detestable contexto como lo es el de un set de televisión. Tenemos el legítimo derecho de ser libres de decir las cosas en el momento que se crea más propicio y conveniente, procurando herir o dañar lo menos posible a quienes se vean eventualmente perjudicados por nuestras revelaciones. 

Nuevamente nuestra televisión peruana apuesta por un recurso poco saludable y adecuado pero bastante rentable. Lo peor de todo, sin embargo, es que muchos televidentes podrán darse cuenta de esto, y continuarán favoreciendo esta fórmula televisiva con la sintonía del mismo. Y es que aquí media el más insano de los morbos por querer entrar en la vida de los otros, conocer sus problemas y debilidades -que también son los nuestros- y llevarlos a escena, cuales obras de teatro. Hay un terrible placer en ver al otro humillado, doliente, y saber que puede sufrir tanto o más que uno.