domingo, 16 de enero de 2011

El hidalgo y el honor



¿Es posible consagrar una vida a la búsqueda del honor, máximo reconocimiento ganado en base al cumplimiento de ciertos decálogos morales tanto individuales como sociales que nos granjean el mismo conforme pasan los años? Estamos hablando de honor como aquella condición por la cual no solamente se goza de fama sino también de prestigio moral -repito- donde más de uno puede dar fe de que una persona ha sabido obrar de acuerdo a sus parámetros de vida ética -y siempre moral- sumándole a ello la expresa voluntad de hacer el bien. ¿Cuántos de nosotros hoy por hoy buscamos el honor? Sí, buscamos dinero, reconocimiento, fama, ¿pero el honor?... ¿Se nos hace indispendable llegar a tenerlo? Yo creo que no.

Buscar hacer el bien en toda la extensión de la palabra y enfrentar los convencionalismos sociales y las dobles morales que surcan las relaciones cotidianas de las personas en su interactuar del día a día no es una empresa fácil de acometer. Querer proceder bien es, pues, tener el coraje de darle cara a ciertos individuos, estructuras de poderes y nuevamente convencionalismos sociales con los cuales definitivamente no va a ser fácil luchar. Apegarse a un código moral y pretender cumplirlo, difundirlo y procurar que los demás lo cumplan encierra ciertamente un aura de dogma efervescente queriendo difuminarse que el que menos lo impele viendo la defensa febril que se le quiera hacer. Es que el problema -si bien es cierto que no está del todo en querer difundirlo, socializarlo- radica en que más de uno -cosa justa y lógica- tiene sus propios códigos de ética que de buenas a primeras no va a querer cambiar, por más convincente que puedan sonar nuevas propuestas de cómo conducir la vida moral en una sociedad siempre cambiante y desacralizadora.

Con todo ello se corre el riesgo de ser tildado de loco, y de pasar esto último, el discurso del loco queda si no del todo basurizado, al menos sí bastante soslayado como para querer ser nuevamente escuchado, por más que no todas las ideas que compongan el mismo puedan estar del todo cuadriculadas y tener cierta cuota de sensatez y de utilidad. Otra cosa igualmente lamentable es que el discurso del loco no solamente pueda parecer peligroso. El caso más o menos extremo es que pueda ser tomado como risible, y solamente en este caso se le busque escuchar porque divierte y ameniza. En ambos casos no se considera en toda su extensión la valía que pueda tener ni se detiene ya a reflexionar su contenido.

El Quijote de la Mancha consagró su vida a la práctica de la justicia entendiendo ésta como la máxima de las virtudes que el ser humano pudiera conocer y que en efecto debiera poner en práctica para hacer su vida más digna y apreciada por los demás.
Ángel Pérez Martínez (Madrid, 1971) en su libro Deshaciendo agravios. La idea de justicia en el Quijote toma la iniciativa de reivindicar al caballero de la triste figura revisando la tensión antropológica -según sus propias palabras- que atraviesa la búsqueda de este valor y su puesta en práctica. Según el autor, la virtud es la única aspiración del protagonista de la célebre novela de Cervantes, y el entendimiento de la misma por el Quijote reposa en los basamentos de la filosofía griega que consideran la misma como equilibrio y salud sin que ello le haga un héroe homérico cual Ulises.

El Quijote, así, es la toma de un distanciamiento con el cánon clásico de presentación de la figura heróica. Como se sabe éste es descrito por Cervantes como un hombre de complexión física magra y de semblante triste. A primera vista no habría armonía, no sincronizarían su vigoroso espíritu del cumplimiento de la justicia con su endeble resistencia corporal. Pero he aquí la novedad planteada por el autor español de querer romper con aquella práctica de sinonimizar fortaleza moral con fortaleza física.

El amor que el Quijote le profesa a la justicia como concepto puro y a su práctica le acarrea -como ya se mencionó antes- los riesgos de acometer una empresa por la cual se le termina tildando de loco, más temprano que tarde. Los embates de la incomprensión y el ser tildado de desequilibrado son cuestiones a asumir y superar por quien se adentra en las procesolas aguas de una de las aventuras más inflamadas que puedan conocerse. Y es que para el Quijote la justicia es la virtud del alma y condición para la felicidad, por lo que no solamente es querida por sí misma y su carácter utilitario sino por el placer que produce.
La práctica de la justicia requiere asimismo de un discernimiento preciso sobre lo que es justo y lo que es injusto y así saber obrar cual rey Salomón en la vida diaria.

Así, más allá de la justicia se encuentra el amor por el género humano, que se ve enriquecida por la misericordia como condición por la cual se perdona al contemplar la ignorancia y debilidad de los seres humanos al actuar. En el perdón del acto fallido del otro hay amor indudablemente. ¿Pero cuántos de nosotros sabemos perdonar? Perdonar no es solamente verbalizar una frase benevolente que pretende liberar al otro de su culpa. Es disipar el rencor que siempre se escurre por nuestras manos como el agua que no permite ser asida.
Y con la práctica de la justicia y la obtención del amor puede haber placer y felicidad, pero difícilmente hemos paladeado estos manjares en la vida.