viernes, 27 de marzo de 2009

Cuando llegue la hora...

Jean Baptiste Regnault. La liberté ou la Mort.


La actual escena política y periodística del Perú, y más precisamente de Lima capital, cierra la presente semana con una noticia trágica: la muerte del periodista Álvaro Ugaz, la que muchos lamentamos pues la misma le ha sorprendido en un momento de su vida que se puede bien considerar aún, si no como de juventud, por lo menos como de temprana adultez.

La muerte me lleva nuevamente a preguntarme, ante el lamento de sus seres queridos y el hondo llanto de sus padres y prometida, cuándo es hora de morir, y si está preparado o no para asumir, para afrontar la misma. El lamento de dolor por la muerte de un ser querido es inversamente proporcional en intensidad al momento en que se piensa/cree que el mismo debe morir. Es decir, habrán de lamentar más la partida de un hijo de, digamos, 10 años, unos padres que esperaban que éste viviera por lo menos hasta los 65 de acuerdo a sus reales posibilidades de vida, al número de años estimados por ésta.
Y es que la sociedad, aparte las reales expectativas de vida que cada individuo pueda tener, nos mentaliza a pensar que viviremos muchos, pero muchos años más de los que ya llevamos sobre los hombros. Es más, la cultura mediática (¡Dios, qué etéreo y manido me suena esto!) nos inculca que es una obligación vivir largos años porque abundantes son aún las metas que debemos alcanzar para obtener la realización personal. Empero, no estamos hablando de cualquier tipo de realización personal, no se crea así. Hablamos más que nada del tipo de realización personal que consigue el "hombre de éxito" que por ejemplo es delineado una y otra vez por personajes como Miguel Ángel Cornejo, Camilo Cruz, David Fishman, entre otros, y que expanden su particular filosofía de vida a través de libritos simpáticos como ¿Quién se ha robado mi queso?, La culpa es de la vaca, La parábola del triunfador, etc., etc. (No necesariamente los libros citados son de autoría de los señores antes referidos).

El hecho es que se nos dice que no pensemos en la muerte como una contingencia medianamente cercana porque se pierde de una u otra manera tiempo y energías, las mismas que bien se pueden invertir en alcanzar las metas que hacen de uno un "hombre de éxito". Así, la sociedad nos innunda con toda una maquinaria de producción de mecanismos de acceso al reconocimiento que no terminan haciendo otra cosa que generar estrés en las pobres personas, las mismas que empiezan a sentirlo cuando empiezan a perder el pelo, o a subir/bajar de peso, o a perder a la mujer/marido/hijos. El trabajo en ese momento ha conseguido ser la prioridad en la vida de uno, y todo lo copa, sean estos espacios e instantes que previamente los habríamos podido destinar a otras actividades lúdicas, eróticas, fantásticas, etc.

Es por esto y muchas cosas más que pensar en la inminencia de la muerte nos llena de temor. No, aún tengo mucho que hacer en esta vida... Por mí, por mi familia, por el mundo... Qué mejor ilustración puedo ofrecerles en este momento que la imagen de Mario Cavaradossi (en la ópera Tosca de Giacomo Puccini) pintor italiano enamorado de su amada Floria Tosca, de la cual tiene la certeza de separarse para siempre ante la fatal proximidad de la muerte. Él, en el aria E lucevan le stelle, que canta hacia el tercer acto, dice:

... Svanì per sempre il sogno mio d'amore
l'ora è fuggita e muoio disperato
e non ho amato mai tanto la vita!...

Una traducción de estas líneas podría ser:

... Se ha desvanecido para siempre mi sueño de amor
la hora ha llegado y muero desesperado
y jamás como ahora he amado tanto la vida!...

Y es que en verdad uno se aferra más a la vida cuanto más cree haber alcanzado la cumbre de la misma en tanto, obviamente, se está vivo. En el caso de Mario Cavaradossi, él declara angustiado su conmoción frente a la llegada de la muerte, que lo viene a buscar justo en el momento en que es más feliz, esto es, cuando pensaba en una unión más perdurable con su amada cantante Floria Tosca.

Sin embargo, le podríamos replicar a Cavaradossi cómo es que sabe él que aquella no es su hora, a lo que su dúplica -imposible de no premeditar- sería cuestionarnos sobre cómo sabemos que aquélla sí es su hora. En resumidas cuentas, de la muerte no se sabe cuándo ésta viene o se va, porque el hecho de pensar, por ejemplo, que si nos libramos de un accidente importante no quita que la muerte haya dejado de rondar nuestra esquina. Pero con un razonamiento así caemos en cuenta que le damos demasiada consideración a ésta, lo cual prueba la manipulación que la sociedad ha ejercido sobre nuestros cerebritos al inocularnos el ansia desesperada de aferrarnos a la vida a como sea y como cueste ya que no nos podemos morir. Es más, nunca es hora para morir porque, en verdad, hermanos, hay mucho, pero mucho por hacer.

Es ahí cuando la maquinaria religiosa interviene con toda su simbología y manejo del lenguaje y empieza a jugar un rol interesante, especie de salvaguarda de los intereses de la vida económica (bueno, siempre lo ha sido así, sino remitámonos a La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber por favor; allí encontraremos una demostración más calibrada y aguda de esto que digo).

La religión nos presenta a Dios, y nos llama a encomendarnos a él para que nos envíe un ángel de la guarda que cuide nuestras espaldas en tanto nosotros seguimos luchando por alcanzar el éxito.

No son pocos los que recurrimos a esta medida para seguir adelante con nuestras vidas y seguir esforzándonos por alcanzar nuestras más ambiciosas metas. Necesitamos delegar responsabilidades, y a Dios y a sus ángeles de la guarda les delegamos la de cuidar de nosotros; estamos tan ocupados en nuestros proyectos personales de realización que ya no nos queda tiempo para cuidar ni siquiera de la constitución bioindividual que somos, soporte por excelencia del despliegue de todas nuestras actividades humanas.

Así, me viene a la mente una frase de autor que no recuerdo: ¡Qué sería de nosotros sin la mediación de lo que no existe! Ese Dios del cual solamente nos acordamos los domingos y fiestas de guardar (¡y esto es!), del que en no más de un momento dudamos de su "existencia", sí, ese mismo, cuánto alivio en verdad nos procura si vemos las cosas en el sentido como las estoy proponiendo ahora. ¡Es increíble!

Pero una de las cosas que más puedan afectar, sobre todo a los parientes del deudo, es que éste, en vida todavía, no haya podido "tratar" con la muerte los términos de la misma. Y es que hay todo un proceso de adaptación a la muerte, como nos lo sugiere Elisabeth Kübler-Ross, quien refiere que dicha situación es un auténtico proceso de socialización y que está conformado por varios estadíos:

1.- La negación: cuando nos enteramos que vamos a morir (si es que tenemos esta suerte), la primera cosa que hacemos es negarnos rotundamente a tal hecho. No, no es posible que yo pueda morir... No ahora al menos.

2.- Luego viene la ira, más presente aún en las personas jóvenes a quienes el hado fatal no les permite vivir algunos años más sino que los recluta ahora a capricho arbitrario.

3.- Sigue la negociación, etapa en la que nos sentamos a hablar con la muerte y, en efecto, negociamos los plazos verdaderos de expiración y desaparición física de la faz de este mundo cruel. Sin embargo, no pocas veces en esta etapa el individuo aciago termina suplicando, tras haberse hecho "el muy machito" ante la insondable muerte.

4.- La depresión es la penúltima etapa descrita por la autora, en la que el individuo se abandona a morir, forma per sè muy triste de negarse a morir en la que uno se desconecta del mundo como esperando que así la muerte no llegue.

5.- Finalmente llega la aceptación, asimilándose con paz que la muerte está próxima y ya nada más se puede hacer.

Sin embargo, hay otros, y no son pocos en número, que dicen que la llegada de la muerte es el bálsamo para la vida, que no es más que una suerte de retahíla de sufrimientos. Como dicen unos versos cuyo autor tampoco recuerdo ahora:

La muerte es la noche fresca.
La vida, el día tormentoso.


De estos otros espero hablar con mayor detalle en un próximo post. Lo que ahora quisiera decir, y para cerrar mi intervención de hoy es que, sepamos o no cuál es la hora de nuestra muerte, pensemos que la llegada de la misma es justa o no, temprana o tardía, en tanto tengámos un attimo de vida debemos esforzarnos por vivir, y con mucha más razón si no hemos hecho otra cosa más que dedicar nuestros días a afanes angustiantes y desgastantes, y así gozar del hecho mismo de vivir, de ser y estar en este mundo. No sabemos a ciencia cierta si exista otro, entonces tratemos de llevarnos de éste las más variadas y ricas experiencias para no querdarnos con las ganas y luego pedir más.

Vivimos en un mundo convulso y sensacionalista, y ante la rutilante y aparatosa parafernalia que día a día despliega ante nuestros ojos quizá, como òptima sugerencia por el bien de nuestra salud mental y corporal, debamos hacer lo que canta el inspirado Fray Luis de León en Oda a la vida retirada, cuando dice:
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!

... El horaciano tópico del Beatus ille en toda su expresión. Es mil veces mejor cantarlo en su plenitud que dejarse acompañar por los compases de la célebre Marcha fúnebre de Chopin.