jueves, 8 de noviembre de 2012

En aquel rincón onírico



Carolina sonó con el mar...

Carolina soñó con el mar y todas sus olas aquella noche. Se veía extasiada ante la llegada de cada una de ellas, cada cual más grande y amenazante que la otra. Por un momento pensó que alguna de ellas la habría podido llevar lejos de las rocas donde se encontraba, hacia algún punto desconocido del que no podría regresar jamás. Y aún así no sentía ni el más mínimo deseo de ponerse a buen recaudo. Ciertamente la sola idea de dejar su orilla la embargaba de expectativa.

Carolina estaba sola en aquel sueño. A su alrededor no había otras personas que, como ella, pudiesen contemplar el espectáculo que se descubría ante sus ojos. Eran entonces ella y el mar. Ella tan frágil y orgullosa frente al mar cada vez más bravío que la retaba a capitular. En virtud de ese orgullo, Carolina seguía firme y no se iba. En ese solo momento no podía recordar haber vivido alguna experiencia todavía más excitante.

Carolina estaba sola pero no se preguntaba porqué lo estaba. Es más, jamás consideró seriamente la idea de interrogarse por algo como esto. No era una cuestión fundamental para Carolina estar al lado de alguien o no ante un espectáculo ofrecido por un mar indómito. Sabía que le bastaba estar allí, sola, consigo mismo, para darse por satisfecha y halagada. Pocas veces la naturaleza le revelaba una de sus mayores exuberancias, y en aquella oportunidad había escogido a Carolina... Era dichosa...

Carolina sí pensó en el instante en que despertaría de aquel sueño. Quizá solamente en ello es que pudo reconocer alguna pizca de temor. Temor porque una soledad tan íntima como la que estaba teniendo fuese a acabar para verse de nuevo rodeada de todos aquellos que se habían ido y que le habían dejado las migajas de sus presencias. Carolina aborrecía tener que recordarlos, tener que volver a ver pasar por su mente la imagen de los hombre y mujeres con los que alguna vez había reído, llorado, hablado y cantado y ahora ya no estaban. Se habían ido un día, o una noche quizá, y no le dijeron siquiera un hasta pronto, Carolina. Simplemente desaparecieron.

Carolina ahora los detestaba, y detestaba aún más tener que detestarlos. Detestaba tener que pensar en detestarlos no bien despertara y regresara al mundo real, abandonando aquel rincón onírico en el que se sentía tan soberbia y espléndida. Carolina pensaba que ésta era una de las más grandes injusticias que la vida tenía: no poder permitirle al ser humano difuminarse por aquellos espacios y tiempos remotos, fuera de este mundo, donde las personas presuntamente podían conseguir su realización. Poco a poco, Carolina dejaba de sentirse dichosa.

Carolina regresó de aquel paraje perdido por los meandros más insondables de su mente. Despertó, abrió los ojos y se vio sobre su cama, mirando hacia el techo. Faltaba todavía mucho para que amaneciera, o al menos eso era lo que presumía por el color aún profundamente negro de aquella noche de noviembre. En medio de ese retorno forzado, sonrió. Carolina deseaba ver el mar y pasear por la playa, de noche y sintiendo la fuerte brisa marina acariciando sus mejillas, despeinando sus cabellos y susurrándole lo única que era.

Carolina confirmó que debía volver al mar, a charlar con la eternidad y a renovar una vez más un compromiso que habría de ser imprescriptible en tanto poblase este mundo y no aquel rincón onírico del que había regresado: ser feliz. Tenía claro que sólo a eso estaba destinada...