lunes, 25 de junio de 2012

El empleo del verbo




El presente post abordará mi gusto por hablar. Hablar delante de la gente, con la gente, para la gente. No dirá nada sobre mi gusto por hablar solo (que existe pero que no ahora sino más adelante merecerá su propio post).

Creo que ha antes he contado en este espacio cómo es que nació mi inclinación verbal. Si no lo hice o si el post en el que lo hice es ya bastante "antiguo" entonces es oportuna la ocasión para retomarlo.
Hablo desde los 12 años. Antes era una de las personas más temerosas a la hora de dirigirme a un público, cualquiera éste fuere. Recuerdo que me transpiraban las manos, mantenía la mirada baja y procuraba no prolongarme demasiado para captar el menor número de miradas posibles. En resumidas cuentas, lo que quería era pasar aquel momento incómodo lo más rápido que pudiese. El mismo se aliviaba un poco si los espectadores poco caso me ponían. Mi madre siempre fue una de las primeras en animarme a hablar, a perder el miedo ante el auditorio y expresarme. Yo, sin embargo, poco caso le hacía. No me hallaba en la capacidad. Ello fue así hasta poco tiempo después.

Aprendí a hablar en un curso de oratoria impartido por la Municipalidad de Santiago de Surco, Lima, en las instalaciones de su biblioteca. A este curso iba todos los sábados temprano por la mañana por el lapso de algunos meses, no recuerdo ahora cuántos. Me irritaba tener que despertarme temprano precisamente un sábado cuando habría podido quedarme en mi tibia cama durmiendo. En esos momentos me enojaba con mi madre sin saber que concluido el curso y puesto en práctica mi nuevo talento le habría agradecido por el resto de mi vida que lo hubiese hecho.

Desde entonces hablo. Los contenidos de mis alocuciones varían de acuerdo a mis interlocutores y auditorio. Sé hablar con propiedad con las personas, independientemente de su edad, pero con el absoluto requisito de que en verdad valga la pena el despliegue de lo que vaya a decir -y a escuchar, lógicamente. Del mismo modo, sé hablar por hablar cuando quienes me rodean y a los que me dirijo no le prestan la debida atención a lo que les comunico y/o no corresponden con nada juicioso e interesante. También pueda que se trate de un momento "disperso" donde se quiere escapar de alambicadas conversaciones y simplemente dialogar por el gusto de encontrar a las personas, y así, en vista del reforzamiento de un vínculo, el que éste sea.

Hay quienes nunca o al menos pocas veces me han escuchado hablar con contenido. Piensan que soy un idiota o algo que se le parece, y me dan poco crédito. Estos también tienen su encanto y fascinación pese a ser ellos los idiotas y no yo, por subestimarme tan fácilmente. La experiencia me ha demostrado que a la larga terminan por caer en la cuenta que no soy uno de ellos y que sí, algo interesante puedo decir. En verdad no sé si después se presenta la ocasión de confrontarme con ellos en algún espacio y ocasión. Cuando ello pasa, alcanzo un deleite más -de tipo lingüístico, obviamente.

Hablar es un placer de pocos, pienso yo. La gente habla porque tiene que hacerlo, porque tiene necesidades que atender y necesita de los demás, pero no habla por el espléndido hecho de regodearse con la belleza de todas las palabras que posee nuestro idioma español, ése que ayer Cervantes y más en nuestros tiempos García Márquez han ensalzado a más no poder. Son pocas las personas de carne y hueso (excluyo a las celebridades por supuesto ya que no me codeo con ellas) a las que les haya percibido este goce etéreo. Entonces, inevitablemente, caigo en algún tipo de decepción.

Hablar es un recurso. No sólo para la obtención de nuestros intereses y satisfacción de necesidades. Es también un arma de defensa. Y acá no pienso en el abogado que litiga o en el agitador social que expone su reclamo. Pienso en hombres y mujeres de a pie, como yo, que en diferentes esferas del espacio social, necesitan defenderse, librarse de otras personas, y para ello recurren al habla. A las palabras...
No pienso en el vendedor de cosméticos o en el testigo de Jehová que llama a mi puerta y de los cuales me puedo deshacer fácilmente. Pienso en aquellas personas cuya compañía es inútil y que te acechan ofreciéndote una amistad que no tiene sustancia. Como no se puede dejar de ser cortés (cosa imperdonable y relativa) entonces quien puede, ha de valerse del habla para expectorarlas. Yo, con mínimo sentido de culpa, digo que más de una vez he procedido así.

¿Cómo? Comienzas a aburrir a la persona con temas que están años luz de su interés. Por ejemplo, hay quienes no soportan que se les hable de Fausto de Goethe y su desgracia, o de la dicha de Nemorino por encontrar la pócima del amor en L'elisir d'amore... Ellos sucumben ante estos discursos y ante el empleo del lenguaje que los exalta y que al hacerlo se exalta a sí mismo. Pocos minutos después, dimiten a seguir a tu lado.

Tiene algo de triste esto de pensar que transmitir cultura pueda aburrir a la gente, y que en su lugar sí prefieran que les comentes qué nueva song lanzó hace poco Katty Perry o si tu membresía del gym sí es vip a diferencia de la mía. La lengua de este tipo de personas debería entumecerse o al menos poder articular poco luego de una situación así.

Incito fervientemente a las personas a hablar. Y antes de hablar, a leer y a aprender y a expandir su sensibilidad a cosas nuevas y siempre frescas, renovadas por el curso de unos años que no deterioran sino que favorecen nuevas interpretaciones de uno mismo, de los demás, del mundo y de la vida.