martes, 3 de febrero de 2009

El amado de Dios


Terpsícore, musa de la música y de la danza


Amadeus (1984) es una película estadounidense (08 premios Óscar) producida bajo la batuta del director Milos Forman que nos cuenta la vida del compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart, pero narrada por su más acabado antagonista, el también compositor italiano Antonio Salieri. La película encuentra decurso en el guión de Peter Shaffer y que a su vez se basa en una obra de teatro, autoría del mismo guionista, Amadeus.

El recurso narrativo al cual recurre el film es el flash-back, y Salieri, encarnado por el actor F. Murray Abraham, ya en la posteridad de su vida, y atormentado por sus demonios personales, acusándose de haber matado a Mozart, intenta suicidarse para ponerle fin a su tortuosa existencia. Sus criados se lo impiden y percatándose de su estado morboso lo conducen a un manicomio, en el que un día recibe la visita de un sacerdote, el padre Vogler, que al iniciar la confesión del compositor italiano pronuncia una frase que irrita a éste: "todos los hombres son iguales antes Dios", a lo que Salieri responde: "¿lo son?". De aquí en adelante Salieri decide contar su historia y el origen del antagonismo con Mozart.

Salieri, cuando pequeño, había pedido a Dios que le diera la virtud para dedicarse a la música, más precisamente a la composición de la misma, de la manera como el también entonces pequeño Wolfgnang Amadeus Mozart lo hacía, que ya se perfilaba como su ídolo. A su vez, él le retribuiría con su castidad. Años más tarde Salieri llega a la corte del emperador José II de Habsburgo donde consigue hacerse maestro de cámara. En tal escenario Salieri gozaba de gran prestigio y estaba muy bien considerado por todos sus coetáneos, pero esta gloria sólo perdura hasta la llegada a la corte de Mozart, que en la película es interpretado por Tom Hulce.

Salieri lo conoce por fin, pero se lleva con ello un gran chasco al darse cuenta que el ídolo de su infancia no era más que un joven alocado, de reír estruendoso, poco educado y bastante soñador, pero que a la hora de sentarse a interpretar su propia música era "la encarnación misma de la virtud musical de Dios". Salieri decide -haciendo un gran esfuerzo- aceptar al joven Mozart y tratar de entender porqué Dios lo ha dotado de tamaño talento, pero su sufrimiento surge y poco a poco va in crescendo cuando cree ver que el mismo Dios solamente se esmera en demostrarle que Mozart es mil veces mejor que él, por lo que Salieri se siente decepcionado en su promesa de la infancia, y empieza a rivalizar con el genio de Salsburgo.

Así, Salieri descubre con pesar que quien en vida es genio no lo es por resultado de la castidad ni de la oración o la fidelidad a un dios, sino porque él mismo Dios -en su infinita voluntad- así lo ha decidido. Entonces el compositor italiano nacido en Legnano decide enfrentarse al mismo Creador en la persona de su obra, Mozart, y acabar con él. De ahí en adelante Salieri se dedica a tiempo exclusivo a hacerle la vida imposible hasta dejarlo sumido en la pobreza y la enfermedad.


A continuación, objeto del presente artículo será aproximarme a la naturaleza de ambos rivales, Mozart y Salieri, y para variar lo haré desde una perspectiva sociológica :-)

Tanto Mozart como Salieri son dos hombres que han encontrado en la música una de las formás más sublimes de trascender; una forma de superar la propia naturaleza humana, su grisura y su carácter prosaico y elevarse simbólicamente en un tiempo y espacio históricamente reportados. Ambos compositores, hoy muertos, están más vivos que nunca. ¿Cómo es esto?

Sí, cuando digo "muertos" lo hago en el sentido lato de la palabra: en carne mortal es que están muertos, pero a su vez continuán viviendo a través de sus obras, de esas páginas musicales que sumadas todas dan un número interminable de horas de deleite para el oído y de reflexión para el alma. En vida, Mozart y Salieri consiguen alzar un vuelo que a más de uno nos gustaría experimentar, y es un vuelo de tipo simbólico como anotara líneas arriba, pero un vuelo que siempre termina en tierra. La música de ambos es un desesperado grito en la inmensidad del alma por querer trascender nuestra naturaleza humana, tan finita, tan limitada por un principio y un final. Ha sido desde tiempos de los griegos deseo del hombre el querer igualar a los dioses en su inmortalidad, una inmortalidad que traspasa los tiempos señalados por el mismo hombre, y ante tal reto el genio creador humano no podía quedar impertérrito: tenía que buscar una manera, un medio por el cual las generaciones venideras lo recordaran, y tal medio no podría ser otro más excelso que el simbólico, que precisamente por su inmaterialidad posible de objetivación cósica, habría de sobrevivir a las tempestades de los días del calendario.

Ahora quisiera enfocarme en la "envidia" que Salieri le tenía a Mozart, elan vital de la historia semi-ficticia que une el nombre de ambos compositores. Mi intención es dar un poco de luz a este punto específico y ver que ni uno era más bueno o más malo que el otro, sino todo lo contrario, dos unidades heterogéneas como las entiende Michel Foucault en La arqueología del saber.

Foucault tiene en tal portento de obra una frase que a mí me resume carácter, temperamento y motivación, pero que de hecho puede (y lo hace) resumir estos mismos elementos de la condición humana de todos los hombres: no me pregunten quién soy ni me pidan que permanezca invariable. Tanto Mozart como Salieri son dos historias de vida ambulantes que con el decurso de la vida cotidiana consiguen delinearse y redelinearse una y otra vez. También influye el contexto, verbigracia la sociedad, esa gran conspiración, ese artilugio en palabras de Zygmunt Bauman (La sociedad individualizada, 2001). Un gran acuerdo en el que participamos todos, algunos con más protagonismo que otros, y que per sè confiere dignidad a lo que se ha acordado y es compartido. Y quién más dotada de poder que la sociedad, que despliega sobre sus integrantes toda una maquinaria simbólica de compulsión de la subjetividad por el apremio a la trascendencia, diciendo con ello a los pobres hombres que sus vidas individuales habrán de continuar pero alcanzando el esplendor del reconocimiento, que por momentos consigue rozar los ribetes de una instancia falicizada de la cual hay que estar orgullosos, y exhibirla precisamente por mayor volumen y longitud.

Podríamos comulgar en el hecho que Salieri causa -si no la muerte, por lo menos la debacle del genio de Salsburgo- pero más interesante sería ver en qué medida comulgamos en el hecho de que Mozart es el principal culpable de despertar la envidia de Salieri, una envidia que alimenta a la planta de la conspiración contra el primero. Para ello, la película nos da algunos enfoques: por ejemplo, cuando Salieri, y en presencia del emperador, le pide al aún recién llegado Mozart que ejecute un breve himno que le compusiera por su arribo a la corte. Mozart lo hace y no tarda ni un minuto en criticar burlonamente la composición de Salieri, hasta el punto de esbozar con su correción una nueva "y más espléndida" línea musical, que al oído entendido recuerda el famoso Non più andrai farfallone amoroso de Le nozze di Figaro. Un espíritu plenamente egocéntrico como el de Mozart ha herido la autoestima de Salieri, a lo que se suma una decepción dramática de ver que Mozart no era el dechado de virtudes que creía el compositor italiano. Su ofensa -porque otra cosa no es- no tarda en hacer germinar la mal entendida "envidia", que yo preferiría llamar espíritu de autorreivindicación por la competencia, aunque la película definitivamente se concentre en presentarnos un Salieri ruin, pero no por ello mezquino, puesto que -y esta es otra de las delicias de la historia contada por el film que une la vida de ambos personajes- Salieri es consciente del talento de Mozart, mas éste no de aquel que Salieri posee. Así, hay varias maneras de ser ruin: se puede ser ruin por ser mezquino, y mezquino por tener obnubilada la vista con un yo, un ego, sobredesbordado.

Y si Salieri fuera malo -y por ello falso o ilegítimo su recurso de autorreinvindicación por la competencia, ¿deja por ello de ser bello? Max Weber, el sociólogo al que más llegué a apreciar -de entre los clásicos- echa luces sobre este específico cuando dice: también sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea verdadero, sino justamente porque no lo es (El político y el científico, 1969). Salieri en este film es mil años luz un personaje más interesante que Mozart. Es más, la película se llama Amadeus no tanto por el segundo nombre de Mozart sino porque -expresamente en su significado, el amado de Dios, Salieri se encuentra a mitad de su vida en la disyuntiva de no haber podido ser il figlio diletto, el elegido.

Además, Weber continúa diciendo a este propósito: según la postura básica de cada cual (sistema de valores), unos principios resultarán divinos y otros diabólicos, y es cada individuo el que ha de decidir quién es para él dios y quién demonio.

Finalmente, y para que no se me tome por partigiano di Salieri (partidario de Salieri) quiero referirme a esa ansia que lo esclaviza desde muy niño, y que lo apresa en aquel huracán silencioso que algunos de los aspirantes a grandes genios llevan en el interior de sus almas: su voto de castidad.

La desventura de Salieri comineza en el instante mismo en que promete a Dios -en una suerte de celebración contractual verbal- serle fiel por la castidad a cambio de la virtud musical. Pobre niño, es fruto de la educación criminal de su tiempo, que le enseña que no hay nada más inmundo que el placer que el cuerpo pueda experimentar, pero que él decide abandonar, pese a que el mismo Dios -deseando se desprenda de él- no se lo exige con sobreobstinación coercitiva física manada de él en persona (de ello de encargan las agencias de socialización como la familia, la escuela, la iglesia, etc). Y es que ahí radica la fuerza del voluntad del hombre ante las pruebas de Dios: que él no anda detrás de nosotros para ver si cumplimos nuestras promesas de fidelidad, aunque no se niegue el hecho de que siempre nos mira y nada a su entender quede fuera.

Judith Butler dice que el sujeto emerge como conciencia desventurada desde el momento en que sobre él se aplican reflexivamente los códigos y las leyes éticas de esa confabulación llamada sociedad (Mecanismos psíquicos del poder, 2001). Salieri entrega su placer inmundo voluntariamente y decide ser su propio custodio en la comisión de tal proeza, y el sufrimiento le asalta y colma cuando "descubre" que Dios simplemente y por obra de su incuestionable voluntad concede los dones que quiere a quien quiere. Es todavía un doble desencantamiento, entonces: por un lado, la falsedad de la promesa -el acuerdo no cumplido por una de las partes- pero igualmente el hecho de que Salieri haya tenido que vivir reprimiendo su sexualidad durante años y años en espera de un supremo don, de una gloria que jamás le habría sido conferida.

Como sigue diciendo Butler, el sujeto (en tal sentido) es un esclavo. Es un cuerpo instrumental cuyo trabajo provee al amo de las condiciones materiales de su existencia y cuyos productos materiales reflejan tanto su subordinación como la dominación del amo. Sí, pues. El cuerpo de Salieri sirve a los intereses de determinados grupos conservadores dentro de esa gran mafia simbólica que es la sociedad (disculpen la exageración), que no son otros que la perpetuación de códigos de control de la vida y sus pulsiones plasmados en leyes que supuestamente organizan el orden apelando a la bondad de los mecanismos que producen el mismo.

Así, si Salieri no solamente es bello porque es "malo" no menos lo es porque es víctima de un engaño.

En resumidas cuentas, somos peones de un enorme y complejo tablero de ajedrez (recordemos el soneto del mismo nombre de Jorge Luis Borges). Estamos constreñidos a trascender porque recién eso es existir. Ergo, ser o no ser... he ahí el dilema...