domingo, 21 de agosto de 2011

El derecho a tener derechos



Pensando en la muerte también pienso en la vida. Casi mecánicamente viene a mi mente la condición contraria y busco detenerme un momento a pensar sobre esta vida, sobre ese derecho a vivir que todos tenemos y que creemos que nos es inherente a través de cualquier tiempo y contexto en que nos encontremos.

Nacer, crecer, vivir y morir son grandes etapas que vamos alcanzando una a una, que pueden llegar a darse con puntualidad, otras anticiparse o retrasarse, pero que definitivamente llegamos a experimentar. Con todo, hacia el final del sendero recorrido apreciamos lo que fue un proyecto que indefectiblemente alcanza una culminación de la que no podemos escapar. Nacemos para morir, vivimos para morir... En el más melancólico de los casos, pensar así no deja de tener sentido.

Alguien me hizo esta pregunta: ¿es lo mismo hablar de un derecho a vivir que de un derecho a nacer? La categoría vida en ambos casos está involucrada, pero no es lo mismo. Solamente una vez en la vida tenemos derecho a nacer, y esto ocurre después de haber permanecido 9 meses en el vientre de nuestras madres. Pero desde el instante de nuestro nacimiento y hasta el final de nuestras vidas tenemos derecho a vivir, no solamente y en tanto jueguen a nuestro favor los convencionalismos jurídico-legales sino en tanto querramos vivir.

Ahora bien, si vivir es algo que puede escogerse, no pasa lo mismo con nacer. Sin embargo, la sociedad adopta la sana postura de que, ya que no podemos hacerlo, siempre será mejor que se nos permita nacer y que seamos nosotros mismos quienes mañana más tarde podamos decidir si queremos seguir viviendo o menos. Esto es justo.

¿Qué pasa en el caso del aborto, cuando son los progenitores quienes deciden impedir el desenvolvimiento de una vida más allá de los confines del vientre de una imposible madre? Definitivamente cometen un delito y violentan un derecho, el derecho a nacer que tiene todo ser humano, porque al no tratarse de un mismo cuerpo, de una extensión de los progenitores (extensión en su sentido lato) no pueden ni deben disponer de ésta.

Estamos hablando de derechos y no se nos pasa por la mente pensar si estos son innatos o inherentes o menos. ¿Y esto a qué se debe? Los derechos que actualmente nos asisten no siempre fueron innatos o inherentes sino que se fueron conquistando, adquiriendo a través de diversos procesos de lucha por un mayor estado de bienestar individual y colectivo. Procesos de este tipo casi siempre tuvieron buena parte de su desenlace en los campos de batalla, en las arenas de pelea donde se superó represión y a punta de armas se buscó conquistar eso que llamamos Estado de derecho, que heredamos de nuestros antepasados y que creemos que hoy nos merecemos por el simple hecho de ser nosotros.

Una vez que se consigue forjar y fijar un marco jurídico legitimado por la sociedad que digamos, avala estos derechos, los reconoce en toda su extensión, es que los mismos se hacen inherentes o innatos, pero esto siempre que dicho marco jurídico esté vigente y la ontología de su concepción sea validada por todos o al menos la mayoría de ciudadanos. La conquista de un estado de derecho innatiza el tener derecho a tener derechos. La existencia del mismo también genera la conciencia de que se tiene el legítimo derecho a tener derechos, y esto no es menos cierto.

El ejercicio de estos derechos también es algo que se piensa inherente, y en aras del mismo buena parte de las veces podemos sobrepasar los de los otros por querer mantener firmes los propios. ¿Si los derechos son universales por qué pasa que olvidamos frecuentemente los de los demás? Hoy en día se piensa erradamente que tener derechos da una suerte de carta libre para decir, hacer o impedir cosas que a otros sí benefician.

Si a esto se suma que quienes quieran hacer "respetar" estos derechos tienen cierto poder económico o político entonces se originan grupos de poder que luchan por la materialización de los propios intereses postergando los ajenos. Esto lamentablemente genera fragmentación, división y deja de lado una visión unificadora de un nosotros social necesario para poner en marcha los motores del desarrollo del país.

Un grandísimo reto para sociedades como la nuestra radica en superar estos ghettos o paraísos de derechos que existen en nuestra realidad y que del otro lado se topan con una cada vez mayor atomización de la sociedad, situación que no aúna esfuerzos y que, con una carencia de solidaridad, es el contexto perfecto para que quiera reinar el desorden, el caos y el abuso, que siempre encuentra sus primeras víctimas en los que menos tienen y en los que menos pueden, en aquellos postergados que desde hace décadas esperan una hora jubilosa de reivindicación y el contacto con ese mundo próspero que decimos que existe y que nos invade a cada paso que damos por la calle.


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