El pintor español Diego de Velásquez (1599-1660) consiguió un lugar notable entre los más exquisitos artisitas de la pintura universal con uno de sus cuadros más bellos y cautivantes, cualidades que hicieron del mismo una de las obras de arte más famosas que en este sentido se haya conocido jamás. Me estoy refiriendo a la célebremente conocida Las meninas, cuyo nombre verdadero es La familia de Felipe IV, que concluyera hacia el año 1656, precisamente cuatro años antes de morir, y que hoy en día se expone en el no menos famoso Museo del Prado de Madrid.
La discusión de la más articulada crítica que se ha generado en torno al cuadro ha tenido como uno de sus temas de debate principales el llegar a un acuerdo sobre quién es el personaje principal de la obra. Apreciando la misma reconocemos al centro de la pintura a la infanta Margarita de Austria (1651-1673), hija de los reyes Felipe IV de España y de doña Mariana de Austria, y que apenas viviera unos escasos 22 años antes de morir tras su cuarta parición.
Por otra parte, otro de los aspectos que más cautivan tanto a la crítica especializada como a los espectadores atentos es la manera en que Velásquez trata la composición del espacio y la perspectiva de la luz para dar volumen al espectáculo que contiene Las meninas, que según la lectura de interpretación que generalmente se le da, presenta a Velásquez disponiéndose a pintar a la infanta, que a su vez es asistida por un pequeño séquito de meninas y otros amos y amas.
Pero el motivo del post que ahora escribo es comentar y hacer extensivo el análisis de la pintura que el pensador francés Michel Foucault (1926-1984) hace de aquélla de entrada a su libro Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas (1966). Su particular y des-cubridora lectura -que a mi parecer es una lectura política del arte, y de este cuadro en específico- me dejó perplejo, como solamente otros escritores como Weber, Bourdieu o Adam Schaff lo hicieran alguna vez.
Sin mayor preámbulo y luego de esta breve introducción a Las meninas de Velásquez empecemos a ver cómo el atento espectador Foucault ve el cuadro del pintor español.
Foucault reconoce a los primeros participantes en el despliegue del volúmen de la pintura: el mismo Velásquez (que se autorretrata), el modelo que está por pintar/pinta y el mismo espectador. Los dos últimos que anota son todavía más interesantes de abordar: el modelo y el espectador. Pero detengámonos por un momento a pensar quién es el modelo del cuadro que pinta Velásquez. ¿Es acaso la infanta Margarita de Austria? A simple vista parece que sí, pero Velásquez no la mira a ella, así como tampoco la infanta se haya en posición de posar para éste. Es más, ella también mira de frente, en la misma dirección que ve Velásquez: se trata de un punto en el vacío que coincidentemente viene a dar con nosotros, conmigo, contigo... Con el espectador! O sea, ¿Velásquez nos está pintando? ¿Pero cómo saberlo si el espectáculo que contempla nos es invisible? Y lo es dos veces, ¿por qué?
Porque lo que sus ojos ven -que se replica en el lienzo que está de espaldas y que sólo es visto por él- se ha empezado a reproducir o se está empezando a reproducir sin que nosotros tengamos acceso a él, y porque lo que ve, el modelo, se ubica en un punto ciego que el espectador tampoco puede ver y que coincide detallosamente con nosotros, con nuestro cuerpo, con nuestro rostro y ojos. Es como si por un momento hubiésemos usurpado el lugar del modelo. Así, estamos ligados a la representación del cuadro; en él estamos cautivos.
Otro aspecto interesante es que la mirada del pintor acepta tantos modelos cuanto espectadores surjan, en un interminable cambio de lugar al que participamos tanto nosotros, espectadores, como el modelo mismo. No conseguimos materializarnos ni establecernos del todo en tanto que el lienzo del cuadro se haya de espaldas hacia nosotros, como ya se había anotado líneas arriba. Surge una gran incógnita: ¿quiénes somos?, ¿qué hacemos?... Y... ¿vemos o nos ven? Somos un lugar que no cesa de cambiar en contenido, forma, rostro e identidad. Hemos sido obligados a entrar en el cuadro desde el momento que nos hemos colocado en el campo de visión de Velásquez, que de esta manera nos asigna un lugar privilegiado y obligatorio en la participación de esta pequeña puesta en escena.
Sin embargo, no somos tan invisibles como pensamos (curioso porque parece que somos tan invisibles que ni nosotros mismos nos vemos) puesto que el pintor y otros personajes del cuadro nos contemplan, y conseguimos aterrizar en la materialidad desde que el pintor ya ha empezado a trazar nuestros primeros rasgos en ese lienzo que no se nos es dado ver, en el marco de esa invasión lumínica que entra por una de las ventanas, a derecha de la escena.
El reconocimiento detallado de aquélla nos va llevando poco a poco a detectar que estamos en una amplia habitación de algún palacio real, ricamente implementado, con grandes ventanas y más o menos tachonada de suntuosos cuadros. Sin embargo, hay uno hacia el fondo de la pieza que brilla desde su interior por peculiaridad propia: es un espejo. Un espejo en el que se están reflejando dos personas: los reyes Felipe IV y su esposa Mariana de Austria. Empero, es un espejo al que nadie presta atención y que momentáneamente ha sido olvidado, incluso por el pintor mismo que no lo atiende. Es un espejo exento de cualquier mirada que quiera apoderarse de él y que refleja algo visible, por supuesto, pero que no se ve, o por lo menos que no llega a ver el espectador que somos todos nosotros. Este espejo está haciendo resplandecer las figuras que entonces miran tanto el pintor como los otros personajes de la tela.
Así, no es un simple espejo ya que saca doblemente de su invisivilidad a aquello que no veíamos: las figuras que ve el pintor y las figuras que ven al pintor, desactualizadas por algunos instantes y que son restituídas en el otro extremo del cuadro, hacia el fondo precisamente.
Y si ahora se trazara una línea entre el reflejo y aquello que se refleja, la misma cortaría el haz de luz en foma perpendicular y llegaría a marcar un punto medio en la base inferior de la tela, entonces equidistante de cada uno de sus lados. Esa misma línea cortante del haz de luz y ese mismo punto vienen a coincidir con la pequeña infanta que ocupa efectivamente el centro de la representación y que aparentemente es el personaje/tema individual principal de la composición.
Con todo, la maña del pintor ha creado una escena (que es representada en la tela) que a su vez es escena para las figuras reflejadas en el espejo y hasta hace poco semi visibles, semi invisibles para nosotros, y a las cuales por algunos momentos habíamos parecido arrancar de su privilegiado luegar en la obra. Como ya se anotó, esas figuras son los soberanos. Se les adivina en la mirada respetuosa de los otros personajes y se les reconoce en las pequeñas siluetas que nos reporta el espejo olvidado de al fondo. Dicha pareja es, según Foucault, la más pálida, irreal y comprometida de las imágenes que se despliegan en la composición por cuanto residen fuera del cuadro y se hayan retirados en una invisivilidad de la que sólo escapan gracias al espejo. No obstante, y aún con esto anotado, son el verdadero centro de la representación que aparece ante nuestros ojos!
La ausencia de los soberanos en la representación es un artificio del pintor en donde una de las mayores curiosidades que Las meninas ofrece es hablar de la invisibilidad profunda de quien ve y a cuyo alrededor se organiza un determinado estado de cosas merced del poder que dicha invisibilidad detenta, y que para no parecer tan asfixiante se nos oculta momentáneamente, haciéndonos creer que se ha ido, mas no del todo. Un espejo modestamente olvidado actualiza a los configuradores de un determinado espacio constantemente y los hace imperecederos a las voluntades de los subalternos.
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