sábado, 22 de agosto de 2009

La voz a ti de-vida

Euterpe, la musa de la música


El próximo 23 de agosto, el recién descubierto cantante inglés Paul Potts se presentará en nuestra capital para ofrecer un recital lírico que seguramente concentrará un buen número de aficionados a la ópera -y hablando con más propiedad, aficionados a la música lírica. Pero también será la ocasión para que más de un crítico de canto, curioso, pueda corroborar sus apreciaciones personales sobre este todavía novel cantante, y quizá, después de oírlo, las críticas no sean las más favorables que se podrían esperar, no por el hecho de que no a todo el mundo podemos gustarle y caerle bien, sino porque las imperfecciones técnico-vocales de la emisión sonora de Potts no dejan de percibirse conforme marcha la línea de canto.

Sin embargo, yo, estudiante de canto asimismo, sé lo que es apreciar cada segundo en que se está delante de otros y cantar. Sé del placer inenarrable que se experimenta al emitir cada una de las notas de una melodía, y que en frente nuestro hayan dos o tres personas que se deleitan con nuestro canto. Esa experiencia es hermosa, única y la que más conforto y serenidad le da al alma, al alma ansiosa de expresarse, de comunicar y de ser escuchada. Es en este mismo sentido que aprecio el sueño de Paul Potts y la maravillosa posibilidad que hoy tiene de poder viajar por el mundo y que las personas paguen por verlo comunicar.

Al repasar la breve carrera de Potts y apreciar el aún escaso registro fílmico del cantante, no puedo dejar de ver en su mirada una opacidad que me llama poderosamente la atención, una opacidad que no mengúa ni siquiera con el aplauso del público que lo escucha y aplaude después de cada interpretación. Esa ausencia de brillo en sus pupilas me conmueve. Ahora, en este arrebato de subjetividad que tengo puedo decir que Potts tiene en los ojos la opacidad del artista que no sabía que la gloria algún día le llegaría, y más aún: es la ausencia de brillo propia de quien considera que lo que vive es un sueño y teme despertar en cualquier momento, no viviendo, por ende y a mil cada instante en que el mismo le es dado, cual manjar, a paladear. Es la belleza de un sueño que se ve empañada tristemente por la suspicacia, una suspicacia que vela ese mismo sueño pero que aún así no le quita belleza a éste, aportando un trazo triste y melancólico cautivante.

Pero hablo de una melancolía no solamente generada por lo que se perdió o lo que nunca se tuvo, sino también producida por lo que bien se puede perder y por lo que de todas maneras nunca llegará. Es una maldita melancolía que toma buenos minutos de nuestra agenda emocional y nos desvía del placer de vivir el sueño lo más que uno pueda. Bella y maldita melancolía!... Bella en tanto maldita y maldita en tanto bella!... Y con todo, excelsa, sí, excelsa melancolía porque al menos nos ubica en un punto específico de nuestra realidad, la que por tanto, más que nada, se padece.

Los aplausos y, en general, el reconocimiento, pues, no dan la felicidad. La felicidad es, así, un proyecto cultural ideado por los infames convencionalismos sociales para mantener siempre motivados a los individuos a afanarse por alcanzarla como máximo objetivo de vida, y rendirlos productivos a determinados y específicos intereses de terceros. Lo peor de todo es que por más indicios que día a día hallamos de que la misma casi siempre nos será esquiva, seguimos empeñados en asirla como quien toma con las manos un libro y lo lee. La felicidad está cosificada a tal punto que tenemos toda una hoja de ruta ya ideada para llegar a ella, y quizá, la misma sea tan esquiva porque no le gusta que la busquen, sino que prefiere encontrar al que menos piense en ella. Todo esto irremediablemente me lleva una vez más a pensar en aquel famoso tópico horaciano que es el Beatus ille (Vida apacible del pastor), y que Fray Luis de León, uno de mis más recordados y favoritos poetas del Siglo de Oro español retoma con verso acabado y musical en Oda a la vida retirada, cantando, en efecto, la vida libérrima de quien no ocupa su mente en afanes que muchas veces no hacen más que desgastar nuestros días al envolvernos en el proyecto de querer materializarnos y hacerlos nuestros.

Aquí un extracto de Oda a la vida retirada:


Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.


Quizá lo que debamos aprender es que la felicidad no lo es todo en la vida, aunque esta afirmación suene risible. Quizá si no se está destinado a ser feliz, si se piensa que se está destinado a ser infeliz, de una experiencia de vida tan marcada por el desasosiego como está, alguna lección productiva y rica se pueda sacar. En tal sentido, creo yo que hablaría de un gran talento creador el saber y poder obtener de la desesperación existencial los recursos necesarios para hacerle frente a la misma y liberar demonios enquistados en los meandros más íntimos de la mente a través, por ejemplo de la actividad creadora. Esa actividad creadora que re-crea graciosamente (con gracia, quiero decir) una determinada manifestación de la sensibilidad que, según el canal material por el cual halla decurso, nos permite hablar de arquitectura, escultura, pintura, música o literatura, todas ellas expresiones artísticas. Para el presente caso, un cantante, cualquiera que este sea, consigue esto mismo pero a través del canto y la música que le recuerdan que está vivo, aunque hacer esto, recordar, cause dolor, pero una vez más sea necesario sentirlo para no olvidar que aún estamos siendo interpelados por nosotros mismos (¡qué irónico suena esto después de todo!) a hacer algo especial que, al morir, nos haga persisitir en la memoria de los otros, con lo cual tantos días vividos y tanto sufrimiento no habrán sido en vano.

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