Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.
Rubén Darío. Canción de otoño en primavera (Fragmento).
En esta ocasión quiero justificar de alguna manera el post precedente que se intutula Vorrei morir. La primera vez que escuché esta canción fue cantada por el italiano Andrea Bocelli (1958) -que en abril de este año estuviera en nuestro país para ofrecer un recital lírico- y que junto a otras más, la mayoría de la autoría del compositor italiano Francesco Paolo Tosti (1846-1916), forma parte del álbum Sentimento (Sugar, 2002), el que fuera producido con la asistencia y dirección de Lorin Maazel (1930), director de orquesta, violinista y compositor estadounidense de ascendencia francesa. Por aquel entonces, cuando por vez primera me deleité con las agudas notas del violín sumado a la voz de tenor -un binomio muy de moda por inicios del pasado siglo XX- yo tenía aproximadamente 17 años y era el año 2003, y desde hacía un buen tiempo había abandonado las baladas que por las tardes, después del colegio y a la hora de hacer las tareas, escuchaba en radio Ritmo Romántica, si no es que también en Radio A, y ya no eran Laura Pausini, Miriam Hernández, Franco de Vita, Ricardo Montaner, entre otros y sólo por citar algunos, los que me conmovían con sus voces y sus temas siempre lastimeros. Luego de haber escuchado a Andrea Bocelli cantar el tema de entrada de la novela Vivo por Elena (Televisa, 1998), a dúo con Martha Sánchez, había quedado seducido por su voz, y prácticamente de la mano de este cantante invidente fui adentrándome al maravilloso e imparangonable mundo de la ópera. Y en el trayecto, entre arie, romanzas y chansons, conocí lo que se conoce en el mundo de la música erudita como le romanze da salotto, canciones para canto y piano (o violín, instrumento con el cual Maazel y Bocelli innovan en Sentimento) cuyos textos la mayoría de las veces estaban escritos por poetas de exquisita vena literaria, como Gabriele D'Annunzio (1863-1938), entre otros, y que se interpretaban por las más selectas voces de la época, habiendo encontrado en cantantes como Enrico Caruso (1873-1921) o Giuseppe di Stefano (1921-2008) a sus primeros recitadores.
Estas romanze da salotto -lo supe desde el primer momento que las escuché, y cantadas por Bocelli- no las habría podido olvidar jamás, sobre todo porque siempre habría encontrado en ellas pasajes de mi vida musicalizados que en un futuro habría podido volver a evocar, como asimismo retazos de una vida que nunca habría podido ser mía y que de todas maneras habría ansiado vivir con frenesí.
Entre este grupo de canciones de salón está, pues, Vorrei morir, que canta el deseo del poeta de querer morirse un día, al atardecer, y siendo primavera, en medio de un cielo sereno y calmo que lo vea partir, coronado por el vuelo de las golondrinas y engalanado aún más por las bellas flores de los campos. Solamente así uno podrá entregar su alma a Dios. Pero si llegada la hora de partir, el día fuese nublado, oscuro, y a los árboles las hojas les faltasen (claramente se describe en esta parte de la canción la estación otoñal) entonces así, cualquiera tendría miedo de morir. Un contexto así de lóbrego no prometería, según el poeta, una trascendencia feliz hacia un mundo bello más allá de este terreno. A veces uno recurre a canciones como ésta no porque se esté feliz, sino porque se está triste, y yo, hace unos días cuando me encontraba pasando un estado de ánimo similar no encontré otra canción más melancólica que Vorrei morir. A veces pienso que, por más problemas que podamos tener en la vida, y en ese momento deseemos que llegué el fin de nuestros días, la muerte -si es piadosa- sólo nos recogerá, pasará por nosotros, una vez hayamos resuelto nuestros más variados asuntos, o por lo menos los más importantes. Más o menos así también quiero ver las cosas gracias a Vorrei morir.
Yo no quisiera marcharme de este mundo sin haber concluído algunos proyectos personales que, valgan verdades, cada vez son menos (debo estar algo depre´ quizá...). Tengo todavía algunas metas que alcanzar, algunos sentimientos que vivir, algunos lugares que visitar, algunas personas que conocer y a otras tantas con las cuales reconciliarme antes de morir. Tengo asimismo que demostrar a los demás -y demostrarme a mí mismo- algunos talentos que no se me conocen muy bien, superar algunos temores que no me dejan vivir como quisiera y des-cubrir algunas verdades que reposan en silencio en los intersticios de mi alma. Una vez cumplidas estas tareas podré morir, y espero sea también en un día bello que me augure que me espera todavía un mundo mejor que podré compartir al lado de mis padres, de mi tía Ely y de mi hermano. Sólo así podré morir.
Cuando tenía 16 años y rezaba fielmente todos los días a la hora de acostarme, le pedía a Dios, entre otras tantas cosas, que me permitiera vivir hasta los 85 años, recuerdo bien la cifra. Hoy por hoy, no deseo vivir más allá de los 50 años, porque no quiero conocer la soledad de la vejez, ni pasarme los días extrañando las horas presentes que ahora vivo, ni deseando más haber vivido otra historia personal que no me fue dada. Como sé que no llegaré a tener hijos -bueno, en realidad más o menos lo intuyo- no tendré por quien vivir ni desear prolongar mis días, y ya para ese entonces quizá dos de los tres últimos seres queridos más queridos que me quedan en este mundo (mi madre y mi tía Ely) ya habrán ido a darle el alcance a mi padre en el cielo. En tanto mi hermano Paul seguirá viviendo la vida con ese peculiar estilo que siempre le voy a envidiar: no dándole más importancia a las cosas de lo que éstas lo merecen.
Dentro de poco (en enero del próximo año) estaré llegando, en el mejor de los casos, a la mitad de mi vida -claro, si es que no me muero antes, y espero que no sea así, no tanto por mí como por mi madre que se moriría, literalmente hablando, de vivir un fatídico evento como el que propongo. Por ella es que aún no me puedo ni quiero morir. A ella me une una ligazón profundamente fuerte, porque conozco cuánto ha hecho por mi hermano y por mí, y a cuántas cosas ha renunciado por nosotros. Si mañana yo me muero no me moriré tranquilo, porque mi muerte seguramente será la causa del último de sus dolores, y darle una tamaña pena no sería el gesto más agradecido que un hijo pueda hacerle a su madre. Así, confío -aunque mínimamente- en que Dios, o el destino, etc., sabrán hacer su trabajo y serán nobles y justos, y no permitirán que se dé una sucesión de aciagos eventos como los descritos líneas arriba. Yo aún confío en la sabiduría del Dios, o del destino, etc., sobre cómo hará que se suceda el devenir.
Cuando mi madre haya partido, yo sabré que en cualquier momento deberé estar preparado para partir. Desde pequeño he tenido sueños en los que, o me despido de mi madre (porque sé que se va a morir), o en los que ya no vuelvo a saber nada más de ella. Siempre que se los he contado ella me ha dicho que cuando se sueña a una persona querida ésta vive más. Aún hoy la vuelvo a soñar alejándose de mí y cuando ya no puedo más, empiezo a llorar y mi madre acude a despertarme y a tranquilizarme, y a decirme que ya no pasa nada y que todo va a estar bien, y yo le quiero creer.
Yo, en verdad, no quisiera vivir mucho, y quizá diga esto por vanidad, simple y pura vanidad. Desde pequeño, las dos más importante mujeres de mi vida, mi madre y mi tía Ely, me hicieron sentir un niño bonito. Crecí preocupándome por verme siempre bien, por estar bien peinado, bien lavado y aseado, bien vestido y arreglado. No podía verme mal. A todas estas cosas siempre se sumó la pretendida belleza que tuve desde niño (¿Pero qué niño no es bello, por Dios?). Recuerdo que cuando aún no pasaba los primeros años de nacido, y se me llevaba a controles médicos y otros chequeos, siempre le decían a mi madre, por mí, algo así como ¡Qué bonita la nena! Ella sonreía, agradecía el saludo y corregía inmediatamente que era un niño.
Yo, en verdad, no quisiera vivir mucho, y quizá diga esto por vanidad, simple y pura vanidad. Desde pequeño, las dos más importante mujeres de mi vida, mi madre y mi tía Ely, me hicieron sentir un niño bonito. Crecí preocupándome por verme siempre bien, por estar bien peinado, bien lavado y aseado, bien vestido y arreglado. No podía verme mal. A todas estas cosas siempre se sumó la pretendida belleza que tuve desde niño (¿Pero qué niño no es bello, por Dios?). Recuerdo que cuando aún no pasaba los primeros años de nacido, y se me llevaba a controles médicos y otros chequeos, siempre le decían a mi madre, por mí, algo así como ¡Qué bonita la nena! Ella sonreía, agradecía el saludo y corregía inmediatamente que era un niño.
Ha sido así que el ansia de satisfacer mi necesidad de ser bello, que me persigue hasta hoy (y ojo, con esto no quiero decir que soy en verdad bello, sino que siempre he querido serlo y he encontrado impulso para acometer tal empresa gracias a los halagos de mi madre y mi tía que me decían y me dicen que lo soy) no me ha abandonado. Sí, pues, soy muy vanidoso, y es esa vanidad la que desde ahora me dice que no podré soportar los años otoñales, cuando mi pretendida belleza se vaya o termine por irse, no lo sé... No quiero llegar a viejo porque no quiero verme cansado, resignado a no poder hacer ciertas cosas, o porque no quiero ver en el espejo un rostro que dé testimonio de mis años ya vividos.
Por esta y muchas cosas más es que no quiero morirme ahora, pero tampoco quiero vivir mucho, no para ver cómo me marchito y cómo me voy quedando solo, porque si de otra cosa también estoy más o menos seguro es que no vendrá ya nadie más "especial" a mi vida vendrá. ¿Estaré, y ahora sí me lo pregunto en serio, viviendo un proceso de depresión? ¿Mis pocas ambiciones personales aún existentes, el encerrarme en mi vanidad y los temores que amenzan mi supuesta belleza, y el no poder desear otra cosa más que no sea morir después de que mi madre lo haga, no terminarán siendo, a las finales, síntomas de cuán mal me encuentro espiritual y emocionalmente? Sin embargo, ¿quién podrá venir a salvarme si mi problema no sale a la superficie? ¿O quizá ya lo hizo y yo aún no me he dado cuenta?... ¿O son los otros los que no han caído en la cuenta de que me está pasando algo? ¿O, en todo caso, y en medio de mi perturbación, tengo aún las fuerzas para no turbar más a los míos con los problemas existenciales de un muchacho que se llama Rolando?
De todas maneras, y como dice una canción de la cantante mexicana Lucero (1969) "sobreviviré, claro que sí... ya lo verás"... A quienes lean este post les pido que no se preocupen por mí (si es que me tienen estima porque nada malo les he hecho): no pienso suicidarme o hacer algo que atente contra mi integridad. Le temo al castigo que la Biblia dice se les depara a los suicidas... Yo, mientras tanto, prefiero con calma esperar el final...
2 comentarios:
Hola Rol... leyendo-te es evidente que pasas por una nube gris que tantas veces se cruzan en nuestros caminos, pero te digo algo puramente cierto, todos los estados de animos son eso, estados, y pasan. Yo pensaba igual que tú hasta hace un par de años, será la edad? más bien pienso que son las experiencias las que a uno lo hacen cambiar de idea y querer vivir intensamente, no importa si son 5 o 50, sólo saber que llorar y reir es parte de. Te auguro muchos años más de vida mi querido amigo.
Forza fratello. Como tu hermano tienes todo mi apoyo. Supera este momento por el que estás pasando. Haz que renazca la "pasión" que impulsa a las personas a seguir adelante.
Publicar un comentario