Ayer, 25 de setiembre, Paul, mi único y menor hermano cumplió un año más de vida, y hoy quisiera escribir algunas líneas que me hagan recordar todo el tiempo que hasta hoy nos venimos acompañando y que, obviamente, dicha compañía espero se prolongue por aún muchos años más.
Semanas atrás recordaba junto a mi madre a aquel niño blanquiñoso y de ojos verdes que de pequeño había hecho del llanto espontáneo y fingido uno de sus deportes favoritos. Bueno, en realidad a veces tal llanto no era tan simulado, podía ocasionarlo yo y en no pocas ocasiones, pero de que conseguía impresionar a mi madre hasta el punto de llegar a regañarme, de eso sí no hay duda. Paul, además, cuando niño también solía golpearse con cierta frecuencia, o tener caídas aparatosas que asustaban ostensiblemente a mi madre y a mi tía, las que en el acto no vacilaban en llevarlo inmediatamente al hospital a hacerlo ver. Y es que Paul era un maestro en hacerse daño sin quererlo. Así, recuerdo la ocasión en que saltando en la cama fue a darse de frente con el filo de la ventana, o la vez en que ambos jugabamos en la azotea de la casa con nuestros carritos de juguete y él decidió pasar unos de estos sobre la luna del tragaluz. Se había apoyado tanto sobre la misma que aquélla terminó por romperse, cayendo Paul aparatosamente al fondo del mismo y alarmando a toda la casa nuevamente. Y ni qué decir de cuando ya más grandecito, y por motivo de uno de sus cumpleaños -no recuerdo ahora cuál- pidió que le regalaran unos patines. Mi mamá se los compró, y no tardó en salir a jugar con los mismos y con sus amigos, hasta ir a la urbanización que queda detrás de la nuestra y probar bajar una pendiente semipronunciada empleando su juguete nuevo. Claro, él, todavía patinador inexperto, bajo la pendiente en patines pero no llegó al final de la misma incólume sino bastante lastimado por las varias heridas que le había causado su nueva caída. Hasta hoy sigo pensando que ha sido un milagro que después de haber tenido tantas no haya quedado idiota.
Paul, a diferencia mía, nunca se cuidó tanto de ensuciarse la ropa o de salir levemente herido a la hora de jugar. A él no le interesaba si el polo o el short se le manchaban, o si jugando fútbol se lastimaba. Él simplemente disfrutaba el momento con los amigos. Mucho menos daba importancia al hecho de despeinarse o de transpirar. Esas premuras nunca fueron con él, por lo menos hasta que se hizo un joven más centrado y prudente.
Ah!, también recuerdo que de niño Paul no era muy aplicado a los estudios, y a diferencia mía descuidaba un poco el cumplimiento de sus tareas y demás obligaciones. Mi madre siempre tenía que estar seguiéndolo muy de cerca a fin de que cumpliera, y a mí me dejaba proceder con un poco más de autonomía viendo en mí un mayor grado de responsabilidad. Paul, además, era de los niños que cuando regresaba del colegio, no ordenaba el uniforme, y si rara vez lo hacía, no lo hacía bien, a diferencia mía que dejaba el mío casi planchado nuevamente. A él mi madre le ordenaba el suyo y le ponía de ejemplo mi caso.
Pero Paul poco a poco empezó a tomar conciencia de que debía aplicarse a los estudios de similar manera a como yo lo hacía. En cierta ocasión mi tía Ely le regaló unas pantuflas pero le pidió que se esmerara un poco más y que no permitiera que el tiempo fuese haciendo incorregible una actitud suya de negligencia hacia uno de los aspectos más fundamentales que hay en la vida: la propia formación. Paul comprendió, y seguramente después habría lamentado el que una día, cuando de visita en casa otros tíos -que solían dejar generosísimas propinas cada rara vez que nos veían- mostró casi con orgullo un 07 que había obtenido en un examen, en tanto que yo, orondo, mostraba una muchísimo mejor nota. El gesto siempre espontáneo de mi hermano arrancó más de una sonrisa en los presentes. ¡Paul era así, es así! No tenía reparo en mostrar que, sí, pues, en aquella ocasión no había rendido lo suficiente, pero sabía que el potencial lo tenía, y que era cuestión de tiempo para que llegara a demostrar de cuánto era capaz. Y así lo iría haciendo con el trancurrir del tiempo.
Ya en los años de la escuela secundaria, Paul llegó a alcanzar los primeros puestos del cuadro de mérito como yo lo hiciera algunos años antes. Llegó a destacar bastante y a ser bien considerado por los profesores. Claro, esto indefectiblemente no habría pasado si mi madre no hubiese estado a su lado, y al lado mío también. Omar, como le conocían en el colegio (su primer nombre), era ese chico alto y, ya para esos últimos años de colegio, de anteojos, que sobresalía en las principales materias, excepto en las matemáticas, y en eso sí coincidimos plenamente ambos pues era evidente que no teníamos ni tendremos jamás mayor talento para esa rama del saber en la que otros compañeros nuestros sí brillaban, resolviendo ecuaciones, logaritmos y polinomios que ni él ni yo éramos capaces de hacer, ni siquiera con ayuda de profesor particular. Sin embargo, hemos debido habernos dado buena maña para salvar esos obstáculos molestos.
Pero Paul tuvo una recaída en los años sucesivos. Ya cuando hacía la preparación preuniversitaria en la academia Trilce, los amigos y la enamorada le consiguieron distraer del que en ese tiempo debía ser su objetivo único: aprender para pasar el examen de admisión de la San Marcos. Lamentablemente las cosas no ocurrieron como mejor se esperaba y aquella vez no ingresó. Lágrimas de por medio, Paul había aprendido cómo jode no ganar en la vida, y qué mal puede llegar a sentirse uno al verse derrotado, digamos. Pero es sabido que cuando se cae más fuerzas puede ganar uno para levantarse, retomar la marcha y seguir adelante. Paul así lo hizo.
Dejo a los amigos y amigotes y no volvió a contactarlos en tanto empezó una segunda preparación universitaria, y también abandonó a su enamorada sin darle mayores explicaciones del distanciamiento entre ambos. La pobrecita lo llamó más de una vez. Él se hizo negar, estaba ofuscado y todos lo comprendíamos. Pasaron los meses y finalmente ingresó a la universidad. Nuevamente había demostrado que si algo se proponía, lo conseguía. Nunca le perdimos la fe.
Al día de hoy, Paul es un chico empeñoso, comprometido con su propia formación, y además responsable y trabajador. Yo, como su hermano, estoy muy orgulloso de compartir con él los vínculos de sangre que nos unen por nuestros padres, y deseo de corazón que le siga yendo bien en la vida. Este año, por cierto, ha sido muy favorable para él (con la excepción de la muerte de nuestro padre). Ha empezado a dar sus primeros pasos sea laboral que académicamente hablando (cursa ya el 4ª año de Turismo en La Cantuta), y sé que mayores logros le esperan conforme siga su marcha personal. Yo, como hermano suyo que soy, no puedo hacer otra cosa que estar a su lado y darle la mano de manera incondicional cuando él recurra a mí, como sé, sin ninguna duda, que él lo seguirá haciendo conmigo, cuando los tiempos sigan pasando y las cosas continúen variando.
¡Feliz cumpleaños Paul!
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